martes, 24 de junio de 2014

LA DIRIGENCIA EMPRESARIA Y EL AVANCE DE LA CORRUPCIÓN


La Nación, editorial,  22 de junio de 2014

En más de una oportunidad señalamos la necesidad de que la dirigencia empresarial argentina abandonara sus habituales actitudes temerosas ante el avance gubernamental sobre la iniciativa privada y los recurrentes abusos de poder. No han faltado ocasiones en que, en lugar de defender principios y valores vinculados con la institucionalidad, no pocos empresarios han hecho uso de un poco edificante silencio a la espera de favores del poder político.

Por eso debe recibirse con beneplácito la autocrítica que formuló días atrás un grupo de treinta empresarios, durante un encuentro organizado por la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE) en el cual se debatieron las relaciones entre las compañías privadas y el poder.

Los hombres de negocios reunidos por ACDE hicieron un mea culpa sobre la defección del empresariado en la lucha contra un estado de degradación general, al tiempo que asumieron que han venido tolerando ilegalidades. En tal sentido, el directivo de Shell Juan José Aranguren instó a "perder el miedo a decir lo que pensamos", en tanto que Jorge Aceiro, de Acelar, reconoció que hay "una incoherencia profunda entre los objetivos que decimos tener y los caminos que tomamos".

Otro núcleo, el Foro de Convergencia Empresarial, se constituyó dos meses atrás para impulsar una mayor institucionalidad y transparencia, al igual que la búsqueda consensuada de políticas de Estado.

Se trata en ambos casos de manifestaciones e iniciativas que deben destacarse y alentarse. Sin embargo, sería un error mantenerse en el umbral de la autoflagelación o el reclamo de una mejor cultura cívica, si no se advierte que el objetivo al que deberían estar llamadas las élites argentinas es la recreación de un sistema de reglas de largo plazo frente a las que todos se sientan obligados. Es decir, el país tiene frente a sí una tarea que no es complicada pero sí muy exigente: la reposición de un régimen de regulaciones claras, transparentes y competitivas en el mundo de los negocios.

La contracara del monopolio de poder que se constituyó alrededor de un grupo político y de un matrimonio que gobernó el país en la última década es una llamativa atrofia de la sociedad civil. Es lo que sucede siempre que las democracias se vuelven poco competitivas. El Estado se confunde con el partido y el partido con el caudillo, de tal forma que la ley termina siendo modelada por la voluntad del que manda. La expresión caricaturesca de esa deformación fue el desempeño como secretario de Comercio de Guillermo Moreno, que no se privó de humillar a los hombres de negocios y someterlos a sus disparatadas regulaciones, casi nunca escritas.

Es lógico que, en un sistema tan primitivo con ése, en el que un funcionario puede asignar o quitar a una compañía su porción de mercado, los empresarios tengan miedo. El problema es por qué no se advirtió más temprano el riesgo que esa falta de institucionalidad entrañaba para los negocios y para la institucionalidad.

Esa desviación caudillesca de la política y de la administración tuvo como contrapartida una deformación en la cultura empresarial: los hombres de negocios adquirieron una perspicacia muy aguda, por momentos cercana a la obsecuencia, para detectar los deseos del político. Y una llamativa atrofia en la capacidad para interpretar las necesidades de los consumidores y el mercado. Las excepciones fueron tan pocas que han adquirido un carácter casi heroico.

La capacidad para innovar y emprender que debería caracterizar a cualquier hombre de empresa fue súbitamente reemplazada por el olfato para potenciar los negocios con el Estado o para complacer a determinados funcionarios con el propósito de obtener alguna prebenda, algún subsidio o evitar persecuciones.

El entramado organizativo de la dirigencia argentina fue objeto de una estatización subliminal: la mayor parte de las cámaras empresariales admitió colocar en su conducción a empresarios digitados por el Gobierno. Esta complicidad se hizo a veces tan íntima que dio lugar a niveles de corrupción pocas veces vistos. Una forma de administrar los negocios que se designó con la elegante fórmula "capitalismo de amigos".

La corrupción ha alcanzado niveles escandalosos. Es una lacra que carcome la vida pública. Pero también la privada. No sólo porque en cada escándalo oficial están involucrados actores privados. También, porque en el seno de empresas y entidades de representación sectorial se pueden identificar actos de corrupción.

Sería ingenuo pensar que se saldrá de la ciénaga por la sola aparición de una nueva dirigencia más virtuosa. Lo que se requiere, en cambio, es una regeneración de la institucionalidad. Es decir, un sistema institucional y administrativo tan eficiente que haga sonar una alarma temprana cuando aparezcan casos de corrupción.


Es imprescindible que la dirigencia empresaria, al igual que la sociedad en su conjunto, no se deje encandilar por cualquier facilismo de corto plazo y actúe con coraje cívico en defensa de la República y de sus libertades y garantías constitucionales. La insistencia en el error sólo derivará en nuevos fracasos para el país