lunes, 10 de marzo de 2014

FEDERALISMO Y SUMISIÓN


   
El sistema federal adoptado por la Constitución Nacional se basa en el respeto de las preexistentes autonomías provinciales y en evitar la concentración de poder en un mismo centro geográfico, de manera que los gobernadores controlen la ciudad portuaria. Pero en la actualidad es al revés: se habla de federalismo para sostener el relato, aunque se ha impuesto un verdadero régimen unitario.

El esfuerzo de integración nacional a partir de 1862 impulsado por un presidente porteño y tres provincianos- no solamente consolidó un exitoso "modelo agroexportador" que levantó el nivel de vida de toda la población, sino que también fue un "modelo integrador" que creó capital social y físico en todo el territorio de la Nación. Un federalismo en serio.

Ello se realizó mediante el flujo inmigratorio, el formidable despliegue educativo, la homogeneización institucional con la sanción de códigos, la creación de la Corte Suprema de Justicia y la unificación monetaria. Se dejaron atrás las postas y carretas con el tendido de la red ferroviaria, los correos y telégrafos, los puertos y caminos, y los dragados, faros y balizas.

En época del Centenario, la Argentina se comparaba con Estados Unidos y se preveía un futuro aún más promisorio. Había incorporado 5,5 millones de inmigrantes y alfabetizado a gran parte de su población, al tiempo que registraba más de 30.000 industrias. Entre 1919 y 1929, creció a una tasa promedio del 3,6% anual, más que el resto de los países desarrollados. En ese modelo de integración nacional, mediante la educación pública y el desarrollo de infraestructura, estaban sentadas las bases para realizar el sueño federal, con un crecimiento armónico de las provincias a partir de sus fortalezas relativas. En retrospectiva, era el momento de decidir si deseábamos ser como Australia o Canadá, o como en definitiva somos.

Tras la crisis de 1929, se expandió el rol del gobierno central, afectando la actividad privada y desplazando potestades provinciales; aparecieron el impuesto a los réditos y la recaudación centralizada con coparticipación. Comenzó el uso populista de la economía y como el genio de la botella, nunca más se pudo volver a meter en el frasco.
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Las provincias, pese a no haber desarrollado su potencial competitivo, sumaron a sus presupuestos cada vez más responsabilidades de gastos sin tener fondos para atenderlos. Esta carga se originó en la transferencia de escuelas y hospitales nacionales, aunque también en el aumento de personal, como sustituto de un seguro de desempleo a partir de la crisis de 2001. Se pusieron la soga al cuello y el control sobre la soga quedó en Balcarce 50.

Ocurre que los recursos del Estado nacional no dejan de aumentar, en detrimento de las provincias. Desde 1890, en cada crisis económica se han creado impuestos de emergencia, que no son coparticipables, ampliando el poder de quienes tienen la soga para elegir las provincias que recibirán aire y las que serán asfixiadas. La AFIP recauda casi el 80% de los ingresos totales y las provincias alrededor del 20%. Como ejecutan casi el 50% del gasto público consolidado, dependen de la coparticipación y de refuerzos discrecionales para sobrevivir.

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Es inexplicable que siendo el nuestro uno de los países más ricos de la Tierra, con los suelos más fértiles, los climas más benignos, los cursos de agua más abundantes, reservas minerales y de hidrocarburos, se requiera dedicar una parte sustancial del gasto público a planes sociales para paliar la pobreza y la desnutrición.
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La Nación, Editorial, 9-3-14