sábado, 1 de marzo de 2014

¿DEMOCRACIA SIN PARTIDOS?




CARLOS MARTÍNEZ-CAVA

El Manifiesto, 20 de febrero de 201

“¡Que no. Que no nos representan!”
“¡El pueblo, unido, avanza sin partido!”
                                                
                    (Movimiento 15-M)

Pocos se han parado a analizar qué latía bajo aquellas protestas que llenaron la Puerta del Sol en concentraciones sin precedentes en los casi cuarenta años transcurridos desde la desaparición del régimen del General Franco.
Para muchos, con sus ópticas de partido, aquello era manipulación contra el entonces partido en el poder para desbancar en la calle lo que no se podía desde las urnas. Para otros, en una perspectiva de cierta pedantería intelectual, se reproducían comportamientos propios de los preludios de la Revolución francesa. Y para unos cuantos, aquello se convirtió en la oportunidad para ideologizar desde un extremo lo que era, desde el inicio, una explosión y muestra de la parálisis de todo un sistema.

Se llegó incluso a comparar a los manifestantes de Sol con los camisas negras de Mussolini en ese alarde que tiene el ultraliberalismo cuando ve que el individuo deja de serlo para formarse voluntariamente como Comunidad Política.
Pero, pasados los fastos de aquellas concentraciones y diluido en puro asamblearismo estéril aquel movimiento, cabe preguntarse si el cuestionamiento de la democracia con partidos contiene puntos de razón para transformarlo en una auténtica plataforma de acción regeneradora de España.

Decía Alain de Benoist que “liberalismo y democracia no son sinónimos. La democracia como “cracia” es una forma de poder político, mientras que el liberalismo es una ideología para la limitación de todo poder político. La democracia está basada en la SOBERANIA POPULAR; el liberalismo en los derechos del individuo. La democracia liberal representativa implica la delegación de soberanía, lo que estrictamente equivale —como Rousseau se dio cuenta— a la abdicación del poder del pueblo. En un sistema representativo, el pueblo elige a sus representantes, los cuales gobiernan por sí mismos; el electorado legitima un poder que yace, exclusivamente, en manos de los representantes. En un verdadero sistema de soberanía popular, los candidatos votados sólo expresan la voluntad del pueblo y la nación; no la representan.

La democracia, tal y como la contemplamos expresada en España —y en Europa— ha muerto víctima del mercantilismo.
La banalización de la democracia y su transformación en algo superficial y mercantil que ha secuestrado el poder de las personas se evidencia —como bien enuncia Antoni Aguiló— en estas manifestaciones:

1) La financiación de los partidos políticos y de las campañas publicitarias y electorales por empresas privadas, hecho que convierte a los partidos en lacayos del poder económico.

2) La compraventa de votos con dinero público o privado (una de las formas más flagrantes de corrupción y mercantilización) y otras prácticas clientelares afines.

3) La transformación de la política en un espectáculo de masas de ínfima calidad, observable en fenómenos como la teatralización (al estilo de Berlusconi) y la patetización de la democracia parlamentaria (el “que se jodan” de la diputada Andrea Fabra, gritado en el Congreso al aprobar los recortes en las prestaciones de desempleo, es un ejemplo elocuente, pero no el único).

4) La desposesión de derechos económicos y sociales de los ciudadanos, lo que recorta el campo de la democracia social y económica y lo limita a la democracia política (voto y representación).

5) El vaciamiento de la esfera pública como espacio de deliberación y acción cívico-política, que pasa a ser comprendida como un espacio privado de consumidores que utilizan los medios públicos para satisfacer y proteger sus intereses particulares. Deliberar y decidir en común proyectos de sociedad son cuestiones secundarias en la esfera pública de mercado, que promueve una ciudadanía despolitizada y articulada sobre el deseo de acumular y consumir.

6) La privatización de la democracia representativa. ¿Se imaginan acudir a las urnas y que en las papeletas electorales en lugar de partidos políticos aparecieran instituciones financieras y empresas multinacionales como candidatas a representantes? Pues no se lo imaginen porque ya ocurre de alguna manera. La privatización de la democracia se traduce en dos procesos. 
El primero es su transformación en un nido de intereses privados encubiertos por un simulacro electoral en el que los votantes refrendan políticas impuestas por una élite minoritaria y en su beneficio. 
El segundo es la banalización del voto: la pérdida de la capacidad real de elegir de la ciudadanía. La influencia del poder económico sobre la política es tan grande que el derecho a voto termina siendo el derecho a elegir los representantes específicos de la clase dominante que nos “representarán” y oprimirán en el Parlamento a través de partidos-marioneta.

¿Cómo realizar por tanto la transición de la democracia de partidos a la democracia soberana?
Arthur Moeller van den Bruck [uno de los teóricos de la Revolución conservadora alemana. N. de la R.] afirmaba que “la democracia es la participación de un pueblo en su propio destino”. Pero… ¿cómo hacerlo posible?
Sin duda, la existencia de partidos políticos cuestiona —y mucho— esa posibilidad soberana. En el fondo (y no tan en el fondo) estos partidos no son sino meros carteles electorales del capitalismo donde se captan políticos profesionales que sirvan intereses particulares. No en vano los medios de comunicación han actuado como instrumento de manipulación masiva. No en vano la corrupción institucionalizada en medio de un sistema ya cerrado por una Ley electoral injusta y antidemocrática actúa como plataforma de sobornos, favores, donaciones ilegales, comisiones y todo un infierno que, de cuando en cuando, aflora en titulares de cierta prensa no domesticada.

No iba descaminado Karl Marx cuando definía a esa clase política privilegiada como “cuadrillas de especuladores políticos que alternativamente se posesionan del poder estatal y lo explotan por los medios y para los fines más corrompidos”, convirtiendo los Parlamentos —como dice Antoni Aguiló— en comités de empresa donde la representación política es un servicio al alcance de quienes tienen medios para pagarlo; una clase que vive a costa de una democracia plutocrática globalizada, sin participación social, de sujetos apáticos e individualistas, represiva, privadora de derechos, sin redistribución social, anclada en el discurso de la falta de alternativas, supeditada al mercado y saturada de corrupción.

Hay otras formas de representación política que pasan por la complementariedad y la articulación entre diferentes formatos organizativos.
La pregunta obscena que nadie se atreve a formular es: si aceptamos el ejercicio de la representación mediante una estructura parlamentaria, ¿por qué los partidos ostentan el monopolio de la representación? ¿Por qué no pueden postularse a cargos electivos candidatos de movimientos sociales?

Una democracia soberana, según el concepto elaborado por Vyacheslav Surkov, es aquella que une indisolublemente estos dos conceptos políticos: SOBERANIA y DEMOCRACIA. No puede existir una sin la otra. Así, esta noción no reclama tan solo el control sobre las organizaciones controladas desde el exterior, sino también sobre las empresas cuya actividad económica tiene un impacto directo sobre el contexto de la puesta en marcha o de la concepción de las opciones políticas.

Conceptos como  el mandato imperativo, la rendición de cuentas, la transparencia de los procedimientos, la revocabilidad de los cargos públicos o la rotación de cargos y funciones han de retornar a un primer plano. El sufragio universal —como recuerda de nuevo Alain de Benoist— no agota las posibilidades de la democracia: existe más ciudadanía que la que simplemente ejerce su voto.
Por más que muchos, de uno y otro lado del espectro político, se empeñen, hay conceptos que están retornado al escenario de la política: La nación, la soberanía nacional y el Estado.

Un apasionante tiempo llega.