martes, 5 de noviembre de 2013

HERMANN HELLER



VISTO DESDE LA TRADICIÓN CLÁSICA

SERGIO RAÚL CASTAÑO
(4-11-13)

I. El autor y el eco de su obra
El 5 noviembre de 2013 se cumplen ochenta años de la muerte de Hermann Heller (Teschen, 1891- Madrid, 1933). Se halla en prensa en la Revista Persona y Derecho, de la Universidad de Navarra, nuestra traducción (primera en castellano) de la entrada “Staat” -aparecida en el Handwörterbuch der Soziologie, Alfred Vierkandt (Hg.), unveränderter Neudruck, Stuttgart, Ferdinand Enke Verlag, 1959, pp. 608-616-. Dicha traducción constituye uno de los resultados de la estadía postdoctoral que desarrollamos en el año 2012 en Instituto Max Planck de Historia del Derecho, dedicada al pensamiento de Hermann Heller. De su introducción tomamos el texto que publicamos aquí como merecido homenaje.

Este austríaco de origen judío, oficial del Emperador en la Gran Guerra y Profesor ordinario en Frankfurt antes de su emigración, militante socialista enfrentado con el marxismo, dueño de un formidable bagaje filosófico (en cuyo acervo se destacan Hegel y Theodor Litt), muerto tempranamente en el exilio español, se opuso, con diversa intensidad y con diversas razones, tanto a Kelsen como a Schmitt; y elaboró una teoría que subrayó la realidad de la vida social; el sentido humano peraltado de la concreta existencia nacional; el valor intrínseco de la organización estatal; la irreductibilidad de la política al derecho y a la economía; el protagonismo jurídico de la normalidad frente a la excepción; la politicidad del derecho y la juridicidad de la política; y la centralidad de la independencia del Estado en el orden internacional.

A pesar de la significación de su obra, Heller no es objeto de atención sostenida en el mundo académico; y su influencia, en gran medida, se ha ejercido sólo en los ambientes germánico e hispánico. El caso de la bibliografía crítica francesa es un ejemplo de la escasa atención señalada (con contadas excepciones, como la de Carlos Miguel Herrera: “Hermann Heller, constitutionnaliste socialiste”, en su volumen Les juristes de gauche sous la république de Weimar, Kimé, Paris, 2002). Tampoco es figura de referencia para la teoría política italiana del s. XX. Renato Treves, raro ejemplo de lo contrario –tal vez por haber vivido y profesado nueve años en Argentina-, señala a Heller como “casi ignorado en Italia” (cfr. “La dottrina dello Stato di Hermann Heller”, en Libertà politica e verità, Milán, Communità, 1962). Por su parte la bibliografía anglosajona, proverbialmente encastillada en su idioma, autores y temas, no se ocupa significativamente de nuestro autor –salvando el caso del canadiense David Dyzenhaus (autor, entre otros, de Legality and legitimacy. Carl Schmitt, Hans Kelsen and Hermann Heller in Weimar, Oxford, OUP, 1997)–. Pero, como se ha dicho, Heller sí ha sido un autor estudiado, traducido y utilizado doctrinalmente sobre todo en Alemania –allí, más intensamente desde fines del siglo– y en el mundo hispánico, en particular en España (donde dejó fértil huella en relevantes autores: Pérez Serrano, Conde, García-Pelayo; fue estudiado por Gómez Arboleya y hoy en día es traducido por J. L. Monereo), México (piénsese nada más en las numerosas ediciones de la versión castellana de la Staatslehre por el F.C.E.) y Argentina. Es en esos ámbitos culturales donde hallamos gran parte de las contribuciones al conocimiento de la obra de Heller. Así, en Argentina no podemos dejar de mencionar el lugar que ocupa la discusión de la temática helleriana en el opus magnum del más importante teórico del Estado argentino, Arturo E. Sampay: Introducción a la teoría del Estado (1ª edición, Buenos Aires, 1951). Sampay, en esa aún hoy insuperada aportación a la gnoseología política, dialoga críticamente con Heller a lo largo de toda su obra.

II. Heller y la filosofía política y jurídica
La aportación doctrinal de la teoría del Estado y de la constitución contemporáneos reviste un interés substantivo para el estudio de la realidad objetiva –y no sólo en el plano del acontecer histórico del Estado postrevolucionario y de sus tipicidades, sino asimismo en el plano de los fundamentos o principios mismos de la realidad política y jurídica, fundamentos o principios que constituyen el objeto de la filosofía del Estado y del derecho–. Es por ello que el estudio de las obras de Carl Schmitt o Hans Kelsen ocupa con pleno derecho un lugar preponderante para el quehacer filosófico-político-jurídico actual.
Ahora bien, nosotros estimamos que Hermann Heller, junto con Carl Schmitt, es el teórico del Estado más importante del s. XX. Importante por lo agudo, sugerente y polémico de sus afirmaciones, como Schmitt, sin duda. Pero más aun por su ponderado abordaje realista de la vida social, por sus objetivos aciertos, y por la pertinencia de sus posiciones para la dilucidación de algunos de los problemas mayores que enfrenta la filosofía política y jurídica, como el de la naturaleza del Estado, el sentido y el papel jurídico de la soberanía (como supremacía) de su poder y el valor de la independencia de la comunidad política como fundamento del orden internacional. A pesar de esta relevancia Heller no goza de una boga exegética comparable a la de Schmitt. No nos detendremos aquí a evaluar las posibles razones de ello (no estrictamente académicas en muchos casos, cabría especular); pero sí queremos insistir en reivindicar el fértil pensamiento de nuestro autor para el conocimiento de la vida política y jurídica.

III. Algunos aspectos salientes de los principios de la política y del derecho en Heller
En Teoría del Estado (obra póstuma, editada en 1934 en Holanda) Heller se rebela contra el racionalismo técnico-instrumental moderno al tratar acerca del origen del Estado. La mera explicación del hecho de por qué los hombres se agrupan en el Estado no basta para colegir el sentido –como justificación– de la vida política (die “Rechtfertigung des Staates”). La explicación racionalista, que acude a los parámetros teleológicos para dar cuenta del origen del Estado, no capta la diferencia entre una banda de malhechores y la sociedad política. En efecto, dice Heller, en uno y otro caso la sociedad resulta un medio para la consecución de un fin. La explicación teleológica vendría, pues, a ser subsidiaria de la filosofía utilitarista y de la reducción de la racionalidad práctica a racionalidad técnica. La pregunta por el valor humano del agrupamiento estatal no se responde desde ese nivel de análisis, afirma Heller. Es clara su impugnación de toda la gama de concepciones que reducen la vida política y sus valores a un puro medio útil. Eso es, sostiene, lo que puede explicar la razón cuando se aboca a entender el plano fáctico. Por el contrario, el plano del sentido resulta irreductible a la explicación racional-instrumental de los hechos, concluye nuestro autor desde principios axiológicos de impronta, en último análisis, kantiana (cfr. Staatslehre, Tübingen, J. C. B. Mohr, 1983, pp. 245 y ss.). Sea como fuere, aparece en Heller la manifiesta convicción de que la vida política y el Estado constituyen valores humanos per se. Por ello se afanará en descubrir el fundamento de la legitimidad de ejercicio, i. e., el fin intrínseco y constitutivo del Estado y del poder. Porque, aunque lo hace con términos y perspectiva diversos de los de la tradición clásica, no dejará sin embargo de reconocer en otros lugares que la comunidad política tiene un fin específico: “[e]l Estado es una unión poseedora de un orden, una organización. Todo orden es un orden concreto, determinado por un fin, por una idea y por una materia de tal orden”, había afirmado con evidentes ecos del aristotelismo y del maestro Hauriou (“Socialismo y nación”, en Escritos políticos, ed. de Antonio López Pina, trad. S. Gómez de Arteche, Madrid, Alianza, 1985, p. 197).

La teoría de la soberanía del Estado expuesta por Heller en La soberanía (correspondiente a su tesis de habilitación, publicada en 1927), inspirada en parte en Bodin, reviste un significativo interés para el abordaje de la naturaleza del derecho positivo, y abre la vía para el esclarecimiento del quicio de la justificación de la vida política y de la legitimidad de ejercicio del poder del Estado. El poder del Estado es soberano en tanto posee la capacidad y la obligación de definir definitiva y eficazmente en todo conflicto que altere la cooperación social-territorial. Tal poder es creador del derecho positivo, pues el poder político tiende por naturaleza a expresarse y regir en forma jurídica; se trata de un poder jurídicamente organizado que, siendo siempre legal, también necesita ser legítimo. Ahora bien, si por un lado la existencia del derecho depende de la acción de una unidad decisoria soberana, por otro lado Heller perfila magistralmente la naturaleza de la validez jurídica (positiva), diversa de la validez lógica en la medida en que se funda en los datos históricos, culturales, sociales, humanos en suma, fuera de los cuales se torna ilusoria. Así pues, las normas positivas deben no sólo su existencia, sino también su validez, a la acción individualizadora de un poder decisorio concreta y culturalmente situado, que determina las normas en función de un talante comunitario y no a partir de una idea abstracta, como lo pretende el racionalismo kelseniano. Pero además de todo ello –y este principio debe resaltarse– Heller sostiene que la justificación última del Estado y de su poder se funda en la facultad de aplicar y ejecutar los “principios éticos” (en parte “apriorísticos”, es decir, no culturales sino naturales) que se hallan a la base de todo derecho que pueda ser reivindicado realmente como tal (cfr. Die Souveränität, Berlín, de Gruyter, 1927, cap. II -“Dominación y orden”- y III -“Soberanía y positividad-”; también pp. 92-96 y 118-121; y Staatslehre, p. 254). No en vano había afirmado, en su crítica al vitalismo político “alógico y divorciado de todos los valores”: “[p]ero para nosotros, hombres, y especialmente para nosotros, los europeos, que hemos atravesado el cristianismo, todo se reduce en el fondo a distinguir entre vida y vida justa” (“Europa y fascismo”, en Escritos políticos, p. 43).

Respecto del problema de la legitimidad política, señalemos también que la adhesión de Heller a la soberanía del pueblo como principio constituyente no es óbice para el reconocimiento de otras formas de legitimación constituyente, como la monárquica –en tanto ella no se halle vinculada a un derecho divino que actúa legibus solutus-. Es que para Heller toda legitimidad constitucional que prescinda de la normatividad de principios ético-jurídicos fundamentales resulta falsa (cfr. Staatslehre, p. 314-5). Por otra parte, se delinea en nuestro autor el papel de la constitución como factor de legitimidad de origen del poder. Advertimos que en tal cuestión adquiere peculiar pertinencia y significación la idea helleriana de la normalidad social. En efecto, la teoría de Heller sobre las disposiciones que conforman la normalidad social -y de ésta como presupuesto de la normatividad- resulta un principio explicativo sugerente a la hora de investigar el sentido en el que la constitución total (Gesamtverfassung, como estructura básica de la unidad estatal) puede ser propuesta como fundamento de la vida comunitaria y, a fortiori, de la legitimidad de origen de la investidura del poder (toda esta riquísima temática aparece en Staatslehre, pp. 281 y ss). Cabe señalar, a propósito de lo dicho, que uno de los principales méritos de Heller reside en haber insistido –contra Schmitt– en que el eje de la función soberana del Estado estriba en decidir no sólo sobre la excepción, sino, ante todo, sobre la normación de la normalidad.

La concepción del Estado y de su soberanía adquiere asimismo axial relevancia en Heller para el perfilamiento de las relaciones de la comunidad política con el orden internacional. Heller se opone a “los enemigos del dogma de la soberanía”, entre los que se contaban importantes internacionalistas de la postguerra, el gobierno de Wilson y  Kelsen, su gran adversario teórico (en quienes Heller advierte sutilmente las concomitancias antipolíticas con el marxismo). Frente a todo orden jurídico positivo el Estado permanece como elemento determinante; y, dado que en el orden internacional no hay un Estado mundial, sino pluralidad de Estados, serán éstos quienes libremente determinen (positivicen) el derecho internacional público. Por ello “[e]l acto de sometimiento de un Estado a una norma cualquiera del derecho internacional tiene que ser construida jurídicamente como una libre decisión voluntaria” (Die Souveränität, p. 124), remata el catedrático de Frankfurt.

En la misma línea, es de destacar la coincidencia de fondo que muestra Hermann Heller, partiendo de otros principios pero con la mirada puesta en la realidad objetiva, con las conclusiones de las posiciones clásicas sobre el carácter de presupuesto que reviste la existencia de las comunidades políticas respecto del derecho internacional (nos permitimos remitir aquí a nuestro estudio “Souveräne Staatsgewalt nach der Lehre Hermann Hellers und potestas superiorem non recognoscens bei Vitoria und Suárez im Vergleich”, in Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, 2014, nº 1, en prensa). Según esa tesis helleriana clave para la inteligencia del orden internacional, el Estado nace y perdura como una cierta realidad social, y existe como sociedad política –con la legitimidad que le es propia– aun cuando no entable relaciones jurídico-internacionales de ninguna especie. Luego, en lo tocante a la sociedad política, el carácter constitutivo del reconocimiento internacional sólo operará respecto de su categorización como sujeto del derecho internacional público, mas no de su carácter de Estado en tanto tal. En efecto, en cuanto a la existencia en acto de la unidad política, el reconocimiento del derecho internacional será meramente declarativo (cfr. Die Souveränität, cap. VII: “Soberanía del Estado y subjetividad jurídica internacional“). Ahora bien, si el Estado no aparece ni pervive por decisión del derecho internacional, por ende tampoco su potestad supondrá una delegación o distribución de funciones emanada de tal orden normativo. Es decir que la potestad de la sociedad política resulta específicamente diversa de una competencia jurídica. Este último juicio aparece como un corolario obligado de la aceptación de la existencia del Estado como dato primario del orden internacional (=interestatal). Afirma así Heller rotundamente una conclusión central respecto de la naturaleza y valor del Estado, en crucial oposición con las ideas de los impugnadores de la realidad y de la independencia de la comunidad política –y, a fortiori, de la Política misma-: “[l]a identificación de competencia y soberanía es la expresión de una idea que hace del Estado una ficción, para poder postular la ficción de la civitas maxima” (Die Souveränität, p.160).


Vaya entonces esta noticia recordatoria del gran teórico del Estado, como un homenaje –no por crítico menos consciente de lo extraordinario de su figura– de la Escuela Tomista Argentina del Derecho Natural, de la que formamos parte.