lunes, 19 de noviembre de 2012

EL BAILE HA TERMINADO







José Antonio FUSTER



   Con la decisión política de aprobar la constitucionalidad del ‘matrimonio’ homosexual, concluye –en España– la gigantesca operación de marketing puesta en marcha en 1989 en Estados Unidos para ganar reconocimiento y derechos.

   En 1989, la llamada agenda gay constaba de seis puntos inspirados en el libro Después del baile. Cómo América vencerá a sus temores y miedos sobre los gays en los 90 del neuropsiquiatra Marshall Kirk.

   El primer punto era hablar de los homosexuales y lo homosexual tan alto y tan a menudo como fuera posible. El segundo, mostrar a los gays como las víctimas, no como agresores desafiantes. El tercero, dar a los protectores de los homosexuales una causa justa. El cuarto punto es evidente: conseguir que los homosexuales parezcan los buenos. El quinto es más evidente todavía: hacer que aquellos que los victimizan parezcan los malos. Y el sexto, que todo el dinero necesario para esta gigantesca operación de marketing salga de las corporaciones públicas.

   Esto es lo que otros denominan “el método para cocinar una rana”. Un método culinario tradicional que se basa en que jamás hay que echar una rana al agua hirviendo porque luchará para salir fuera del cazo. En vez de eso, lo que hay que hacer es poner a la rana en agua fría e ir calentando el agua poco a poco para que no note que la estás cocinando.



Los malos de la película



   Ahora mismo, no hay partido político de relieve en Europa, salvo en Polonia, que se permita expresar una opinión contraria a la homosexualidad. Los medios de comunicación están cocinados. El arte está cocinado. Hollywood tiene las ancas rebozadas. La televisión surte de ranas en juliana a un público que se encoge de hombros. Esa pareja de homosexuales de la serie Modern Family que han adoptado una niña vietnamita son los amos de la pequeña pantalla. ¿Quién no querría ser superamigo de Mitchell y Cameron?

   La agenda homosexual, así planteada, evitaba la contienda al estilo Stonewall (el bar de Manhattan que es el símbolo de la lucha física por los derechos de los homosexuales) o al estilo irritante de Harvey Milk en San Francisco. Se trata de conseguir, con mucha mano izquierda y buena presencia, que el estadounidense medio (el español medio, por extensión) llegue a pensar que la homosexualidad sólo es un opción más, otra cosa, y se encoja de hombros.

   De esa manera –aseguraba Marshall Kirk–, la batalla por los derechos y el reconocimiento estará virtualmente ganada y lo único que hará falta será esperar. En el ínterin, al imperativo de que el homosexual se presente como víctima, es decir, hacerle aparecer como el bueno de la película, se le une de forma decisiva señalar a la resistencia antigay como unos tipos malos y desagradables. Los homófobos. Esto desactiva cualquier posibilidad de rebelión de una parte importantísima de la sociedad que opta por mostrarse indiferente mientras otra parte no despreciable jalea con insistencia el poder de los homosexuales, las nuevas reinas del baile.

   Hace un par de años, un joven político demócrata estadounidense ya olvidado, Gregg Kravitz, entró en la carrera electoral dispuesto a arrebatarle la nominación demócrata a una veterana diputada estatal de Pensilvania, Babette Josephs. Ante el público de Filadelfia, Kravitz, que era un bombón rubio de terno impecable, se presentó como un homosexual que pretendía que la voz de los homosexuales (y bisexuales, y transexuales, y también los transgénero) se sentara en el Parlamento pensilvaniense.

   La diputada Josephs, que no era lesbiana, pero sí gayfriendly de toda la vida (siempre a favor de cualquier cambio legislativo que favoreciera a los homosexuales), sufrió como una condenada hasta que logró reunir pruebas de que Krevitz era un heterosexual que tenía novia y se estaba haciendo pasar por homosexual con el fin de ganar más votos.

   Krevitz, en una apresurada rueda de prensa, se defendió asegurando que no era homosexual ni heterosexual, sino bisexual, y que sí que tenía novia, pero lo mismo mañana se le antojaba un novio, pero que en realidad “lo importante es llevar la voz de las lesbianas y gays al Parlamento de Pensilvania”. Perdió, claro. Más que nada, por ser un maldito embustero. Y Josephs ganó, pero dos años después, el pasado abril, perdió contra Brian Sims, un homosexual de 33 años, ex capitán de la selección universitaria de fútbol americano y candidato financiado por el Fondo para la Victoria de Gays y Lesbianas (un comité de acción política fundado en 1991 en Washington para impulsar las carreras de políticos declarados homosexuales). Babette Josephs comprendió así que nada más gayfriendly que un gay.



El quinto punto



   Con el caso Kravitz, la nación entera comprendió hasta qué punto de control de la escena pública había llegado el lobby gay, que es ese piquete de terciopelo tan influyente que puede hacerte un nombre o arruinarte la vida. Kravitz es ejemplo de haber intentado lo primero.

   De lo segundo hay cientos de ejemplos en los Estados Unidos. Quizá uno de los mejores sea el de Kenneth Howell –un profesor universitario, ministro presbiteriano, que en una clase de introducción al catolicismo de la Universidad de Illinois se le ocurrió enviar un correo a los alumnos sobre “Utilitarismo y sexualidad” en el que explicaba la importancia de separar conducta y persona en el asunto de la valoración moral de la homosexualidad. Ese correo llegó a un activista homosexual ajeno a la universidad que reclamó la expulsión inmediata de Howell. Y Howell, claro, fue expulsado.

   A Howell le acusaron de homofobia (según el diccionario de la Academia: “Aversión obsesiva hacia las personas homosexuales”). Ése es el quinto punto de la agenda gay de 1989. Se le llama “discurso del odio” a todo lo que no sea la promoción activa de la normalidad de los homosexual sin que los valores culturales, tradicionales o religiosos, ni siquiera las reglas de la cultura dominante, puedan ser invocados para justificar cualquier forma de discriminación. Esto lo han sufrido españoles como Aquilino Polaino, Fernando Ferrín Calamita, Javier Otero de Navascués o el célebre obispo Reig Pla.

   Las historias de estos cuatro homófobos son conocidas, pero no por ello menos fascinantes. Aquilino Polaino, catedrático de Psicopatología de la Universidad Complutense, un psiquiatra de enorme prestigio y más de 30 años de investigaciones, fue invitado en 2005 a comparecer como experto a propuesta del PP en una comisión del Congreso sobre proyecto de ley de modificación del Código Civil para albergar el llamado matrimonio homosexual.

   Su intervención, en la que citó una decena larga de estudios sobre los núcleos estructuradores de la psicopatología homosexual, fue resumida en un titular del diario El Mundo como: “Un experto invitado por el PP al Senado dice que los gays son hijos de padres ‘hostiles’ y ‘alcohólicos”. La cacería fue tan extraordinaria que al PP le faltó tiempo para abandonar a su propio experto.

   También fue abandonado al año siguiente el juez Fernando Ferrín Calamita. En su caso, apartado de la carrera judicial y tratado como a un apestado porque retrasó –solicitando informes periciales para determinar qué era lo mejor para un menor– un proceso de adopción por la compañera lesbiana de la madre biológica. En realidad, lo que el juez Calamita hizo fue reconocer, como aseguró el jurista José Javier Castiella, su propia limitación formativa y solicitó el informe pericial sobre la concreción del interés del menor en el asunto sometido a su decisión. Ninguna explicación le sirvió, ni siquiera la prueba de que la demandante le había ofrecido retirar la denuncia a cambio de 10.000 euros. La agenda gay le pasó por encima al juez, que fue condenado por prevaricación y apartado de la carrera judicial.

   El caso de Javier Otero de Navascués es de manual de primero de lobby. Otero es uno de los responsables del restaurante madrileño La Favorita, que en 2006 rogó a una pareja de homosexuales que quería celebrar allí su matrimonio que se buscara otro lugar. La decisión se tomó en conciencia y no hubo mayores problemas. Así lo reconoció sin más uno de los novios a un periódico de Navarra.



Una rana cocinada



   La pareja gay no llevó su queja a instancia municipal alguna, pero el entonces responsable del área de Economía del Ayuntamiento de Madrid y hoy vicealcalde de Ana Botella, Miguel Ángel Villanueva (que, como reveló LA GACETA, casó por amistad a un hermano de Miguel Ángel Flores, presidente de FSM Group-Infinitamente Gay y propietario de la empresa Diviertt, la sociedad que alquiló el Madrid Arena y donde murieron cuatro jóvenes en la fiesta de Halloween), ordenó que se abriera de oficio un expediente informativo para ver si la actuación de La Favorita podía dar lugar a una sanción. Después de esta campanada municipal, la prensa partidaria se volcó hasta conseguir que los gays (los que no acudieron a instancia municipal alguna) anunciaran una queja en regla ante el Defensor del Pueblo.

   El caso más reciente es el del obispo de Alcalá de Henares, Reig Pla, quien cinco minutos después de terminar su sermón de Semana Santa, fue condenado sin juicio como ejemplo de lo que le pasaría a quien osara atacar la cultura gay. Durante 48 horas, el homosexualismo político crucificó al obispo sin oposición después de que este, en un sermón sobre la necesidad de una profunda reforma moral de España, hablara sobre la corrupción de la infancia y de la juventud a través de ideologías de la sexualidad que invitan a la promiscuidad y que encuentran el infierno (con minúscula).

   Pero el sermón no era importante. Al obispo Reig le estaba esperando la agenda gay desde que hace nueve años fuera el primer obispo en definir la cultura gay: “El fin último al que desea llevarnos el lobby gay: una civilización gay donde sea universalmente aceptada y practicada la homosexualidad o, al menos, la bisexualidad”.

   O lo que es lo mismo, una rana cocinada.

Bitacorapi, 18-11-12