martes, 23 de octubre de 2012

QUE LOS CRISTIANOS CONTRIBUYAN A CONSTRUIR UNA POLÍTICA BUENA




 Monseñor Luca Bressan
vicario episcopal para la Cultura, la Caridad, la Misión y la Acción Social de la Archidiócesis de Milán, Italia.

La aprobación por el Senado del proyecto de ley anticorrupción, hace unos días, es un acontecimiento que merece ser subrayado, inscrito como está en un contexto político que ya desde hace meses transmite señales de malestar y lentitud en asumir comportamientos adecuados a la crisis (no sólo económica, sino expresión de una más amplia dificultad cultural) con la que se está midiendo la población, italiana pero no solo. Es una señal positiva de la manifestación de una voluntad de renovación que merece ser animada.
Es necesario que la política vuelva a asombrarnos más a menudo, mostrándonos tener voluntad y capacidad adecuadas para recuperar aquella madurez y aquel crédito necesarios para la guía del país, en un momento tan crítico.
Sin querer anticipar juicios y respetando el justo trabajo de investigación y de comprobación de la verdad que compete a la magistratura, los escándalos de las últimas semanas pueden ser interpretados como la enésima señal de una política que ha perdido su vocación originaria: ser el instrumento que permite, a través del buen gobierno, la custodia y la defensa del bien común, y sobre todo la tutela de los derechos de los más débiles.

El fenómeno de una corrupción cada vez más amplia, como también las trazas de infiltraciones de una criminalidad organizada cada vez más extendida en todo el país, hay que leerlos no solo como signo del debilitamiento del código de moralidad de actores individuales de la política (señal de una degradación moral a condenar y combatir), sino más profundamente como el timbre de alarma que anuncia el grave estado de crisis del sistema político en su conjunto (señal de una degradación aún más grave y sistémica).

Por un lado, la elección para algunos casi obligada de hacer de la política sobre todo una profesión, dado el alto índice de competencia exigido; y por otro el haber hecho coincidir cada vez más la esfera de la política con la acción de los partidos, han desencadenado en los hechos una espiral de delegación de todo lo que es construcción del tejido social y cuidado del bien común a un sector autónomo, que poco a poco se ha construido como un mundo aparte, autorreferencial y cada vez menos sujeto a reglas y controles. Nuestra vida social cotidiana se ha visto así privada de un bien esencial: la capacidad y la voluntad de cada uno de interesarse por el bien de todos, colaborando de modo amplio y gratuito a la construcción de una acción política que fuera el fruto de la sociedad en su conjunto.

A tal empobrecimiento de acción se corresponde un empobrecimiento de valores: del individuo, cada vez menos capaz de reconocer sus responsabilidades personales en la construcción del tejido social, y tentado de realizar una lectura de la dimensión social en términos de pura utilidad o mero provecho; de la clase política, que poco a poco ha interpretado su papel en términos corporativos, empeñada en la defensa de los derechos de algunos grupos sociales y no interesada ya en custodiar, sostener y transmitir los valores que están en la base de nuestra identidad cultural y nacional.
En una palabra, se ha perdido la capacidad de reconocer el bien común y los valores esenciales de la persona humana como fundamento y cemento de nuestro vivir juntos; bien y valores a tutelar y sostener con acciones políticas adecuadas.

El estado crítico de la situación compromete a todos a una actitud de vigilancia. La Iglesia ha hecho suya esta postura desde hace tiempo: lo confirman las palabras del presidente de la Conferencia Episcopal Italiana (CEI), cardenal Angelo Bagnasco, el pasado 24 de septiembre; lo confirman las palabras de los arzobispos de Milán: cardenales Angelo Scola, en el discurso de san Ambrosio, el pasado mes de diciembre; y DionigiTettamanzi que en la misma cita ya en 2007 invitaba a revisar nuestros estilos de vida para que no disminuyera el “solidarismo ambrosiano”, mientras invitaba a la clase política de entonces a tener "conciencia moral, rectitud en el actuar, gestión correcta del dinero público". Emblemática al respecto es la iniciativa del decanato de Legnano.

Sobre todo, en este momento la Iglesia ambrosiana se propone intensificar su esfuerzo educativo. Cada cristiano, en un momento tan delicado, debe ser educado en sentir de un modo aún más fuerte la responsabilidad que tiene hacia todos los hombres, sus hermanos, en la construcción con ellos del tejido social, y en la custodia del bien común.

Cada cristiano tiene el deber de contribuir con sus propias energías a la construcción de una acción política buena.
Los cristianos directamente empeñados en política, con mayor razón. Lo ha recordado recientemente nuestro arzobispo, cuando --en la lección inaugural de la Escuela Diocesana de Formación Social y Política- habló de la "necesidad de una nueva cultura política, en la que puedan formarse sujetos sociales capaces de vida buena y de amistad cívica, necesarias en la actual sociedad plural.

MILÁN, domingo 21 octubre 2012 (ZENIT.org).-

 QUE LOS CRISTIANOS CONTRIBUYAN A CONSTRUIR UNA POLÍTICA BUENA

 Monseñor Luca Bressan
vicario episcopal para la Cultura, la Caridad, la Misión y la Acción Social de la Archidiócesis de Milán, Italia.

La aprobación por el Senado del proyecto de ley anticorrupción, hace unos días, es un acontecimiento que merece ser subrayado, inscrito como está en un contexto político que ya desde hace meses transmite señales de malestar y lentitud en asumir comportamientos adecuados a la crisis (no sólo económica, sino expresión de una más amplia dificultad cultural) con la que se está midiendo la población, italiana pero no solo. Es una señal positiva de la manifestación de una voluntad de renovación que merece ser animada.
Es necesario que la política vuelva a asombrarnos más a menudo, mostrándonos tener voluntad y capacidad adecuadas para recuperar aquella madurez y aquel crédito necesarios para la guía del país, en un momento tan crítico.
Sin querer anticipar juicios y respetando el justo trabajo de investigación y de comprobación de la verdad que compete a la magistratura, los escándalos de las últimas semanas pueden ser interpretados como la enésima señal de una política que ha perdido su vocación originaria: ser el instrumento que permite, a través del buen gobierno, la custodia y la defensa del bien común, y sobre todo la tutela de los derechos de los más débiles.

El fenómeno de una corrupción cada vez más amplia, como también las trazas de infiltraciones de una criminalidad organizada cada vez más extendida en todo el país, hay que leerlos no solo como signo del debilitamiento del código de moralidad de actores individuales de la política (señal de una degradación moral a condenar y combatir), sino más profundamente como el timbre de alarma que anuncia el grave estado de crisis del sistema político en su conjunto (señal de una degradación aún más grave y sistémica).
Por un lado, la elección para algunos casi obligada de hacer de la política sobre todo una profesión, dado el alto índice de competencia exigido; y por otro el haber hecho coincidir cada vez más la esfera de la política con la acción de los partidos, han desencadenado en los hechos una espiral de delegación de todo lo que es construcción del tejido social y cuidado del bien común a un sector autónomo, que poco a poco se ha construido como un mundo aparte, autorreferencial y cada vez menos sujeto a reglas y controles. Nuestra vida social cotidiana se ha visto así privada de un bien esencial: la capacidad y la voluntad de cada uno de interesarse por el bien de todos, colaborando de modo amplio y gratuito a la construcción de una acción política que fuera el fruto de la sociedad en su conjunto.

A tal empobrecimiento de acción se corresponde un empobrecimiento de valores: del individuo, cada vez menos capaz de reconocer sus responsabilidades personales en la construcción del tejido social, y tentado de realizar una lectura de la dimensión social en términos de pura utilidad o mero provecho; de la clase política, que poco a poco ha interpretado su papel en términos corporativos, empeñada en la defensa de los derechos de algunos grupos sociales y no interesada ya en custodiar, sostener y transmitir los valores que están en la base de nuestra identidad cultural y nacional.
En una palabra, se ha perdido la capacidad de reconocer el bien común y los valores esenciales de la persona humana como fundamento y cemento de nuestro vivir juntos; bien y valores a tutelar y sostener con acciones políticas adecuadas.

El estado crítico de la situación compromete a todos a una actitud de vigilancia. La Iglesia ha hecho suya esta postura desde hace tiempo: lo confirman las palabras del presidente de la Conferencia Episcopal Italiana (CEI), cardenal Angelo Bagnasco, el pasado 24 de septiembre; lo confirman las palabras de los arzobispos de Milán: cardenales Angelo Scola, en el discurso de san Ambrosio, el pasado mes de diciembre; y DionigiTettamanzi que en la misma cita ya en 2007 invitaba a revisar nuestros estilos de vida para que no disminuyera el “solidarismo ambrosiano”, mientras invitaba a la clase política de entonces a tener "conciencia moral, rectitud en el actuar, gestión correcta del dinero público". Emblemática al respecto es la iniciativa del decanato de Legnano.
Sobre todo, en este momento la Iglesia ambrosiana se propone intensificar su esfuerzo educativo. Cada cristiano, en un momento tan delicado, debe ser educado en sentir de un modo aún más fuerte la responsabilidad que tiene hacia todos los hombres, sus hermanos, en la construcción con ellos del tejido social, y en la custodia del bien común.

Cada cristiano tiene el deber de contribuir con sus propias energías a la construcción de una acción política buena.
Los cristianos directamente empeñados en política, con mayor razón. Lo ha recordado recientemente nuestro arzobispo, cuando --en la lección inaugural de la Escuela Diocesana de Formación Social y Política- habló de la "necesidad de una nueva cultura política, en la que puedan formarse sujetos sociales capaces de vida buena y de amistad cívica, necesarias en la actual sociedad plural.

MILÁN, domingo 21 octubre 2012 (ZENIT.org).-