martes, 26 de junio de 2012

OBJETIVO OFICIALISTA: HAY QUE PASAR EL INVIERNO



por Jorge Raventos



El gobierno prefirió incrementar la tensión a concederle a Moyano algo a lo que ya está resignado: modificar la aplicación del impuesto al salario. La tensión dañó al oficialismo, que se mostró incoherente, conspirativo y débil. La crisis fiscal (y la voracidad de la caja central) se proyecta en el horizonte sumada al paisaje de alta inflación, al aislamiento,  a las fisuras  que sufre la coalición oficialista, a la pérdida de instrumentos de disciplinamiento que el gobierno empleó en otros momentos y a un agravamiento de los conflictos.



La Casa Rosada no va a eliminar el impuesto al salario, porque la caja del gobierno central no parece tener límites para su voracidad. Lo que sí hará la señora de Kirchner es elevar el piso a partir del que se aplica.  Pese a que esa decisión ya está asumida in pectore, la señora  no vaciló en  exponer a su gobierno (y a la sociedad) a una enorme tensión esta semana, con tal de no concederle un triunfo al secretario general de la CGT, Hugo Moyano, convertido en el principal abanderado de esa reivindicación.

El impuesto al salario

La clave de la discusión paritaria de los camioneros pasaba por ese tema: Moyano hace tiempo que puso el foco en el tema impositivo porque -venía diciendo- “lo que ganamos con nuestro trabajo y en las negociaciones colectivas después es expropiado en gran parte por el gobierno a través del  impuesto a las ganancias; terminamos trabajando para el Estado”.  Los estudios técnicos de los economistas del  Instituto Argentina de Responsabilidad Fiscal (IARAF) ratifican esa hipótesis del líder camionero. Hoy casi dos millones de trabajadores –desde petroleros hasta maestros, sin excluir a jubilados- son alcanzados por el impuesto al salario y aportan a la caja del gobierno central casi 4.000 millones de pesos. La carga tributaria total que soportan los trabajadores formales que ganan más de 6.000 pesos oscila entre el  47 y el 53 por ciento, y equivale para el segmento inferior de esa escala a trabajar 171 días al año para tributar al Sector Público. Los dos millones de trabajadores que deben oblar el impuesto a las ganancias pierden entre un sueldo y un sueldo medio por ese concepto.

Moyano ha enarbolado, junto al reclamo de eliminación del impuesto al salario, la no discriminación en el pago de retribuciones familiares. Por ese concepto, que elude o  reduce el pago por ese concepto a partir de niveles muy bajos, el gobierno  se queda con unos 1.500 millones de pesos de los asalariados.

Dos semanas atrás, la secretaria de Trabajo, Noemí Rial, admitió que el gobierno tomaría medidas en relación con el piso de ganancias y con los salarios familiares. Pero que eso ocurriría “en julio”. En la conjetura optimista del  oficialismo, el anuncio se reservaba para después del congreso de la CGT, para premiar con él a una conducción distinta de la de Moyano.  Un vocero informal pero notorio del oficialismo, el periodista Horacio Verbitski, señalaba el último domingo en su columna de Página 12 que recién  “una vez cerradas las principales paritarias y definida la sucesión en la CGT”, el gobierno “deberá incrementar las asignaciones familiares y el mínimo no imponible para la cuarta categoría del impuesto a las ganancias, para que el fastidio que Moyano expresa no se extienda a sectores asalariados más significativos”.

La estrategia de la tensión

Las medidas de fuerza decididas por el sindicato de camioneros  en el contexto de su discusión paritaria pusieron el tema sobre la mesa antes de lo que el gobierno quería y desde el exterior, después de comprobar que el vicepresidente Amado Boudou no estaba en condiciones de pìlotear lo que sus ideólogos estimaban un conflicto peligroso, la Presidente decidió no descomprimir las tensiones abriendo conversaciones sobre el  íntimamente asumido impuesto al salario sino, por  el contrario, agudizarlas a través de un comité de crisis que expuso sus intenciones con la elección de su sede de reunión: el Edificio Centinela, de la Gendarmería. La composición de ese comité y los mensajes que empezó a emitir expusieron su idea de la situación. Las dos figuras principales fueron el vicegobernador bonaerense Gabriel Mariotto y el secretario de Seguridad, el teniente coronel Sergio Berni.

Actuando fuera de su rol como (en ese momento) responsable provisorio del gobierno bonaerense, ya que Daniel Scioli se encontraba en el exterior por motivos de salud, Mariotto ratificó su papel de ariete de la Casa Rosada, y se dedicó a golpear simultáneamente a Moyano y a su propio gobernador. La hipótesis que se implicaba –y que algunas otras voces oficialistas explicitaron- era la de un complot de carácter político entre Scioli y Moyano. Los reclamos del camionero no eran, según esa visión, sindicales sino de intención política.

Berni, por su lado, actuaba por encima de la ministra del ramo, Nilda Garré (algo que no sorprende demasiado en un gobierno en el que el viceministro de Economía Axel Kicilof tiene más mando que el ministro Hernán Lorenzino y un subordinado formal de ambos, el secretario Guillermo Moreno, muestra más poder uno y otro sumados). En fin, el teniente coronel  Berni amenazó con convocar a las Fuerzas Armadas para intervenir en el paro de camioneros y movilizó a los gendarmes a la planta de YPF de La Matanza, aunque prudentemente evitó el uso de la fuerza ante los huelguistas que mantenían inmóviles los camiones de combustible.

Poder y no poder

Tan revelador como el tratamiento elegido por el gobierno – movilización de gendarmes, denuncia penal de los líderes camioneros, encuadramiento jurídico compatible con la aplicación de la ley antiterrorista promulgada en diciembre – fue el hecho de que el gobierno debió contentarse el jueves por la noche con  sacar por accesos laterales de la destilería unos pocos camiones con combustible, mientras unas horas más tarde era el propio Hugo Moyano quien ponía fin a esa tensión, acordaba con el sector patronal una convenio salarial y despejaba el terreno para focalizar la discusión en el tema impositivo, llamando a una movilización “a todos los que se sientan afectados” por esa política. La movilización se dirigirá el miércoles a la Plaza de Mayo.

Un primer balance de lo sucedido necesariamente debe anotar el desconcierto y desorden del gobierno. El sistema de conducción hipercentralizado que ha impuesto la señora de Kirchner paraliza por momentos la gestión y las reacciones políticas. Muchos de los ministros están inmovilizados por la falta de comunicación adecuada con la Presidente (esa comunicación sólo ocurre de arriba hacia abajo) y también por la acción de las segundas líneas que la Casa Rosada ha instalado en los ministerios, que  controlan el manejo cotidiano. “No estoy en condiciones ni de firmar un contrato de 6.000 pesos”, confesó el titular de una cartera a un allegado. El canciller tuvo que pagar de su propia moneda un cóctel diplomático, porque las damas camporistas que manejan la burocracia del Palacio San Martín no le autorizaron el gasto.



Víctimas de la voracidad

En ese desorden se incluye la predisposición conspirativa que ha querido dañar al gobernador bonaerense, observado por el cristinismo fundamentalista como un riesgo político potencial. Daniel Scioli ha evitado responder a esas agresiones y consiguió, en cambio, la solidaridad de varios de sus pares; el más notorio de todos fue el gobernador sanjuanino José Luis Gioja, que cuestionó la “caza de brujas”. En rigor, las provincias sufren como los asalariados la voracidad de la caja central: cerca de 5.000 millones anuales que deberían volver a las provincias enriquecen los fondos de ANSES de que dispone el gobierno central para hacer política, mientras la coparticipación automática se achica y la no automática se retacea, hasta el punto de poner en riesgo el pago de sueldos públicos en los distritos.

Los jubilados actuales (y los futuros) observan, por otra parte, como los fondos destinados a sus retribuciones son empleados para muchas otras cosas, pero no para cumplir con la ley y con los fallos judiciales. También ellos son víctimas de la voracidad.

La crisis fiscal se proyecta en el horizonte sumada al paisaje de alta inflación, al aislamiento,  a las fisuras  que sufre la coalición oficialista, a la pérdida de instrumentos de disciplinamiento que el gobierno empleó en otros momentos y a un agravamiento de los conflictos. El gobierno podría repetir hoy la vieja consigna de Alvaro Alsogaray: “hay que pasar el invierno”.