viernes, 13 de mayo de 2011

POR QUÉ SOY MEDIANAMENTE DEMOCRÁTICO


Vladimir VOLKOFF

I. Por espíritu de contradicción
Sí, lo admito. Si se tuviera a la democracia como un régimen más entre otros, si no se nos la impusiera como panacea evidente y obligatoria, si no se viera en ella más que un modo de elegir gobernantes, estaría más dispuesto a encontrarle cualidades.

Jean Dutroud afirma que la virtud comienza con el espíritu de contradicción y yo, por mi parte, agrego que ese espíritu es necesario para conservar la imparcialidad: mantiene el amor a la independencia de juicio, asegura la rebelión contra todo lo que es gregario y vulgar, y brevemente, constituye algo seguramente más simpático que la sumisión a las modas, a los esnobismos, a los conformismos de todo pelaje. Me repugnan los benditos sí-sí y los políticamente correctos, sin que esté inficionado - Dios me guarde - de la superstición de la rebeldía.

Si la balanza se inclina demasiado de un lado, mi reacción espontánea es poner un poco de peso en el otro platillo.



II. Porque, aun como modo de elegir gobernantes, la democracia no es todo ventajas
Como sistema de designación de gobernantes la democracia presenta ventajas evidentes que, en realidad, se reducen a una sola, aunque sea de fuste: la aquiescencia de los gobernados. No es cuestión de negar que hay aquí una superioridad sobre los regímenes donde los gobernantes son designados de otras maneras tales como el nacimiento, la fortuna, el azar o el mérito. Pero tampoco hay razón para no ver las desventajas prácticas de este procedimiento.

En primer lugar, los gobernantes designados por la mayoría de las voces no pueden en ningún caso sentirse igualmente responsables respecto de sus mandantes y los de otro candidato. De hecho, si buscaran el bien público en contra de los intereses de su propia facción, no estaríamos equivocados en tacharlos de ingratitud.

En segundo lugar, para ser designado por una mayoría, es necesario seducir votantes y resulta bastante dudoso que las cualidades necesarias para esto y las necesarias para gobernar - que tienen algo de antinómico - se encuentren en la misma persona. En el límite, se podría decir que el que tiene mayores posibilidades de ser elegido es el que tiene menos posibilidades de ser un buen gobernante.

En tercer lugar, el tipo de persona deseable para ser elegido no es necesariamente el que merece la mayor confianza por parte de sus electores. Aristóteles no estaba equivocado cuando señaló que el demagogo y el cortesano pertenecen a la misma especie.



III. Porque los climas, la gentes y las épocas difieren
Una vez le preguntaron a Solón cuál era el mejor régimen político. Retrucó: ¿Para qué pueblo?

En efecto, hace falta una considerable dosis de ingenuidad para imaginar que existe un régimen político ideal, perfectamente conveniente para todos los pueblos, para todas las épocas y para todos los países, o incluso que resulte para todos los pueblos, en todo tiempo y lugar, el menos malo de los sistemas. No se había equivocado Taine cuando aplicaba a todo acontecimiento tres coordenadas: la raza, el medio y el momento.

En modo alguno pretendo que la democracia sea siempre mala. Y de buena gana reconozco que, en ciertas circunstancias, puede resultar más conveniente que otros regímenes. Ya San Agustín tenía el mismo parecer como lo indica en su Tratado del libre albedrío, que cita Santo Tomás de Aquino: “Si un pueblo es razonable, serio, muy vigilante en la defensa del bien común, es bueno promulgar una ley que permita a ese pueblo darse a sí mismo sus propios magistrados para administrar los asuntos públicos. Con todo, si ese pueblo poco a poco se degrada, si su sufragio se convierte en algo venal, si le da el gobierno a personas escandalosas y criminales, entonces resulta conveniente quitarle la facultad de conferir honores y volver al juicio de un pequeño grupo de hombres de bien”.

Brevemente, la democracia no es una panacea ni un antídoto; no hay por qué condenarla ni canonizarla a priori.



IV. Porque no hay que confundir mayoría con consenso
Inocentemente o a designio, los partidarios de la democracia mantienen una permanente confusión entre las nociones de mayoría y consenso. Frases tales como “Francia ha decidido que...”, o “Los franceses han resuelto que... “ son deliberadamente contrarias a la verdad cuando tal decisión ha sido tomada por la mayoría del 51% de los votantes. Como en toda operación de voto hay una cierta proporción de abstenciones y otra de votos en blanco, debería ser evidente que, de hecho, una mayoría del 1% no es una mayoría y, menos aún, un consenso. Esto da lugar a por los menos tres cuestiones. Que sea difícil encontrarles respuestas, no debería dispensarnos de formularlas.

En primer lugar, dado que en ciertos países que presumen de democráticos para adoptar ciertas medidas se exige una mayoría de dos tercios y no la mitad más uno, concluimos que la noción de mayoría relativa efectivamente existe; y por otra parte, toda vez que en los países totalitarios las mayorías frecuentemente eran del 99 % de las voces - lo que suscitaba de parte de los observadores algunas suspicacias legítimas sobre la libertad de voto – ¿acaso existe una proporción de votos que se puede legítimamente llamar consenso y no ya mayoría?

En segundo lugar, en la medida en que una nación es una realidad histórica, por lo menos tanto como geográfica, ¿es justo que sólo cuente la opinión de los ciudadanos que se encuentran vivos en determinada época? ¿No habría que tener en cuenta también la voluntad de los fundadores de dicha nación y los intereses de sus futuros ciudadanos? Aun cuando innegablemente hay que adaptarse a las circunstancias a medida en que se presentan, ¿acaso no hay ligereza en decir “Francia quiere” tal cosa, cuando sólo la quiere hoy, cuando ayer quería lo contrario y cuando mañana querrá todavía otra cosa diferente? Que se me entienda bien: aquí no propongo hacer votar a los muertos y a los niños por nacer. Simplemente pongo de manifiesto la confusión que se genera entre la voluntad de una nación milenaria y una efímera mayoría circunstancial.

En tercer lugar, ¿realmente debemos creer, como lo he oído sostener, que el alma de la democracia radica en el despliegue de buena voluntad de la minoría que se subordina a la mayoría? Que Luis XVI haya sido condenado a muerte por una mayoría de cinco votos, que la Tercera República haya sido establecida por una mayoría de un voto, que el tratado de Maastricht - equivalente a abandonar la soberanía - haya sido adoptada por Francia por el 51% de los votos expresados no me inspira mucha confianza en la validez de estos actos, incluso y sobre todo desde el punto de vista democrático. Ante decisiones de graves consecuencias, ¿no hay ligereza en preferir la teoría abstracta que define qué cosa es una mayoría a la realidad concreta que ofrece opiniones divergentes?



V. Por una cuestión de vocabulario
El sentido de la palabra democracia ha evolucionado con el correr del tiempo. Veamos las definiciones que dan algunos diccionarios.

Furetière, 1708: “Estado popular, forma de gobierno donde el pueblo tiene toda la autoridad y en el que la soberanía reside en el pueblo, que hace las leyes y lo decide todo; en donde el pueblo es consultado” .

Boiste, 1836: “Soberanía del pueblo; gobierno popular (en mal sentido); despotismo popular; subdivisión de la tiranía entre varios ciudadanos”.

Littré, 1974: “Gobierno en el que el pueblo ejerce la soberanía. Sociedad libre y sobre todo igualitaria en la que el elemento popular tiene influencia preponderante. Estado de sociedad que excluye toda aristocracia constituida, excepto la monarquía. Régimen político en el que se favorece o se puede favorecer los intereses de las masas. El partido democrático, la parte democrática de la nación”.

Nouveau Petit Larousse, 1917: “Doctrina política según la cual la soberanía debe pertenecer al conjunto de los ciudadanos; organización política (frecuentemente la república) en la que los ciudadanos ejercen esta soberanía”.

Petit Robert, 1971: “Doctrina política según la cual la soberanía debe pertenecer al conjunto de los ciudadanos; organización política (frecuentemente la república) en la que los ciudadanos ejercen esta soberanía”.

Se ve el deslizamiento: de una “forma de gobierno” (Furetière), se arriba primero a una “soberanía” (Boiste, Littré, Larousse), y por fin a una “doctrina” (Robert). Los ejemplos suministrados atestiguan la misma evolución cada vez más favorable a los ideales democráticos.



VI. Por otra cuestión de vocabulario
La democracia es el gobierno del pueblo. Sea. Por el pueblo. Admitámoslo. Para el pueblo. Mejor. Pero no sé qué cosa es el pueblo, no sé qué diablos es el pueblo y pienso que la confusión ha sido deliberadamente mantenida por los partidarios de la democracia. La confusión parece triple.

Antes que nada es numérica. Sé lo que es una persona, lo que son dos, tres y mil personas. ¿Pero a partir de qué número esas personas pasan a ser “el pueblo”? ¿Y cómo puede asignarse un rostro colectivo a un grupo más o menos extendido? Aquí hay una operación de prestidigitación que consiste en sustituir una cantidad de personas distintas y bien reales por una sola persona perfectamente imaginaria. Esto se ve bien en inglés donde la palabra people reclama un verbo en plural y sin embargo es percibido como singular: The American people feel that..., want to..., have decided...

Luego, la confusión es social. Valéry tiene razón en destacar que “la palabra pueblo... designa tanto la indistinta totalidad que uno no encuentra en ninguna parte, cuanto la mayoría, opuesta al restringido número de individuos más afortunados o más cultivados”. El pueblo es, según convenga, la nación o la plebe, y nunca se sabe de cuál se habla. Ya Furetière había precisado en su articulo Democracia que “en este sentido la palabra ‘pueblo’ no es ‘plebe’, sino el cuerpo todo de los ciudadanos”, y de Flers y Caillvallet no estaban equivocados al anotar maliciosamente que “la democracia es el nombre que le damos al pueblo cada vez que lo necesitamos”. Estas idas y vueltas entre la idea de que “el bajo pueblo” (o, más amablemente, “el pequeño pueblo”) es distinto de las clases llamadas superiores, y la idea de que estas clases superiores forman también parte del pueblo tomado en su conjunto (cosa que no es grave considerando que son inferiores en número), estas idas y vueltas, digo, permiten también toda clase de escamoteos y sustituciones.

En fin, hay una confusión entre lo relativo y lo absoluto. Expresiones tales como “el pueblo quiere”, “el pueblo decide”, “el pueblo está a favor de”, “el pueblo está en contra de”, propiamente no significan nada. Habría que decir cada vez: “la mayoría de los ciudadanos que han expresado su parecer, se han pronunciado a favor, se han pronunciado en contra”. Pero a partir del momento en que tengo un parecer contrario al de la mayoría, siento que hay un abuso del lenguaje al decir que el pueblo (por sobreentendido que se trata de todo el pueblo, sin excepción) tiene tal o tal otro parecer y no el mío. ¡Pero yo también pertenezco al pueblo! La cosa resulta particularmente chocante cuando “el pueblo” no es más que el 51% del pueblo, tal como lo hemos visto en el capítulo sobre las mayorías y el consenso. Cuando la Declaración de los derechos del hombre de 1798 postula que “la ley es la expresión de la voluntad general”, está formulando un contrasentido. No hay, no puede haber una voluntad general: a lo sumo no hay más que voluntades mayoritarias.

Vienen a cuento algunas palabras sobre “la opinión del pueblo” especiosamente llamada “opinión pública”. A decir verdad, propiamente no existe la opinión pública o, más bien, no debería existir la locución, toda vez que la suma de opiniones individuales no pueden conformar una opinión colectiva. Pero, ¡helás!, los fenómenos del rumor, de la moda, del mimetismo, y el uso que de ellos hacen la propaganda y la desinformación que fabrican una opinión colectiva ficticia, hacen que los individuos que presumen de tener un parecer se adhieran sin más por temor a parecer insolidarios. En particular, el procedimiento de las encuestas tiende a reforzar en “el pueblo” las opiniones que se le asignan o, mas bien, que se le alquilan, porque nada, en este mundo, es gratuito...

Brevemente dicho, la noción de pueblo no me parece suficientemente definida como para que tenga ganas de asentar sobre ella un sistema de gobierno.



VII. Porque la concepción de democracia descansa sobre una petición de principio
No puedo hacer nada mejor en este capítulo que citar a Jean Madiran, quien escribe en Les Deux Démocraties: “La democracia es buena porque el bien es la democracia; la democracia es justa porque el derecho es la democracia; la democracia está en la dirección del progreso porque el progreso consiste en el desarrollo de la democracia”.

Luminoso.

Imbatible.



VIII. Porque se querría convertirla en una religión...
La democracia que fue, recordémoslo, un modo entre otros de designación de gobernantes, se nos presenta hoy como una suerte de religión o, incluso, una religión de religiones. Y tiene de la religión lo esencial: la pretensión de monopolizar la verdad.

En las religiones, se comprende. Sin necesariamente tener la ambición de exterminar a todos los que no son cristianos, o a todos los que no practican la religión cristiana exactamente como nosotros (por más que tampoco nos privamos demasiado de esto a lo largo de los siglos), nosotros los cristianos creemos que Dios es trino, que Jesús de Nazareth era Hijo de Dios, que eso es verdad y que, por consiguiente, todos aquellos que piensan lo contrario están equivocados. Creemos esto allí donde se supone que deberíamos creerlo: si repudiamos esta creencia, ya no somos cristianos.

Por su parte, los musulmanes creen que no hay más Dios que Dios, que nunca tuvo un hijo y que Mahoma es su profeta. Si los cristianos tienen razón los musulmanes se equivocan, y viceversa. Hay que agregar que los musulmanes tienen el deber, ellos, de pasar a degüello a los infieles mientras que nosotros habitualmente no lo hacemos sino por exceso de celo, aunque el principio es el mismo: sí, ellos presumen tener el monopolio de la verdad y nosotros... también.

Si, como lo afirman en los días que corren, todas las religiones valen por igual, es que no son religiones.

En política, esta monopolización de la verdad, justificada o no, se comprende menos. Un mínimo de esta tolerancia tan declamada por los partidarios de la democracia alcanzaría para que se admita que los distintos procedimientos para elegir gobernantes son igualmente estimables, sobre todo si se tiene en cuenta la geografía y la historia. Pero allí es donde la democracia moderna desnuda sus pretensiones de alcanzar el status de religión: ya no es más un sistema de designación de gobernantes, ahora es un cuerpo de doctrina infalible y obligatoria, y tiene su catecismo: los derechos del hombre, y fuera de los derechos del hombre, no hay salvación.

La democracia moderna tiene otras notas indispensables de cualquier religión.

Un paraíso: los países democráticamente liberales con, preferentemente, una legislación anglosajona.

Un purgatorio: las dictaduras de izquierda.

Un infierno: las dictaduras sedicentemente de derechas.

Un clero regular: los intelectuales encargados de adaptar las tesis marxistas a las sociedades liberales.

Un clero secular. los periodistas encargados de distribuir esta doctrina.

Unos oficios religiosos: los grandes programas de televisión.

Un index tácito que prohíbe tomar conocimiento de cualquier obra cuya inspiración sea reprensible. Este índice resulta admirablemente eficaz bajo la forma de la conspiración del silencio mediático, aunque a veces se lo utiliza de un modo más draconiano: si bien todavía no van a parar a la hoguera, algunos libros juzgados deficientes desde el punto de vista democrático son retirados de las bibliotecas escolares como sucedió en Saint-Ouen L’Aumone.

Una inquisición. Nadie tiene el derecho de expresarse si no está alineado con la línea recta de la religión democrática y, si a pesar de todo llega a hacerlo, pagará las consecuencias. A este respecto resulta ejemplar el linchamiento mediático al que se lo sometió en Francia a Régis Debray (al cual nadie sospecharía de no ser democrático) porque puso en duda la legitimidad de los crímenes de guerra cometidos por la NATO en 1999 en el territorio de Yugoslavia.

Una Congregación de Propaganda de la Fe: las oficinas de desinformación, autodenominada de “comunicación” o de “relaciones públicas”.

Misas dominicales: y obispos que utilizan escudos protectores tomados prestados de las diversas ONG o de la ONU.

Indulgencias varias generalmente otorgadas a viejos comunistas.

Una legislación penal y tribunales encargados de castigar a quienquiera se atreva a poner en duda la versión oficial de la historia.

E incluso tropas encargadas de evangelizar a los no-demócratas “a sangre y fuego”. Lo hemos visto claramente cuando diecinueve naciones democráticas bombardearon a un país soberano con el que no estaban en guerra.

Hoy, una frase como “en el nombre de los derechos del hombre” se va extendiendo tal como “en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” se extendió durante los siglos. Quizás estemos rescatando el sentido de lo sagrado, pero no creo que sea algo sagrado de buena ley.



IX ... Pero de hecho es una idolatría
A la democracia le falta un factor esencial en cualquier religión verdadera o falsa: la trascendencia.

Esta trascendencia puede adquirir todas las formas que uno quiera, desde la metempsicosis hasta el apocalipsis, pero en todos los casos supone que el hombre venera alguna cosa que está más allá del hombre. ¿ Y bien? Digan todo lo que quieran pero los derechos del hombre no pueden ir más allá del hombre. Son, por definición, antropocéntricos.

Para mi, lo admito sin ambages, la noción misma de “derechos del hombre” constituye un sinsentido, no sólo porque reposa sobre un postulado, sino porque el postulado está mal expresado.

Se comprende que un indio patagón tenga los derechos que le otorga su jefe patagón o que los franceses tienen los derechos que le son garantizados por su republicano gobierno; o que el miembro de un club o el paciente de un hospital o el cliente de un restaurante tenga los derechos que le garantiza tal restaurante, tal hospital o tal club. Pero que el hombre tenga derechos en absoluto, que él mismo se los garantice a si mismo mediante declaraciones periodísticas, nacionales o internacionales – cosa que habitualmente de poco vale – me parece, perdón si escandalizo, una broma gigantesca.

Los chicos juegan a esta clase de juego: “juguemos a que tu serás el papá y yo la mamá” o “tu serás el marinero y yo el almirante”. Con semejante espíritu se pueden entender las juguetonas expresiones tales como “derecho a la salud” o “derecho a la felicidad”. Ahora bien, toda vez que con semejantes declamaciones no se impide que la gente se convierta en infeliz o se enferme, no me parecen que tengan ni sombra de realidad.

Tomo la Declaración de 1789 y me cuestiono afirmaciones como las que siguen:

“El fin de la sociedad es el bienestar de todos” ¿Qué cosa es un bienestar para todos? Que se me suministre una definición que no sea la suma de los bienestares individuales.

“Todos los hombres son iguales por naturaleza” ¿Verdaderamente? ¿Los grandes y los pequeños, los lindos y los desgraciados?

”La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad general”. Muy bien. ¿Y qué es, por favor, la voluntad general?

“Los delitos de los mandatarios del pueblo y de sus agentes en ningún caso deben quedar impunes. Nadie debe pretender ser más inviolable que los demás ciudadanos”. ¡Estaría bueno si se pudiera aplicar bien! ¡Si siquiera se pudiera aplicar! ¡Riámonos, oh mis contemporáneos, vosotros que no juráis sino por la inmunidad o la amnistía!

Tomo la Declaración universal de 1984 y allí leo que “todos los seres humanos... deben interactuar con espíritu de fraternidad”. Atención: ¡deben! ¿ Se trata de un derecho o de un deber? ¿Y en nombre de quién se establece semejante deber?

“Nadie será sometido a la tortura...”. El tiempo futuro del verbo es conmovedor: me hace acordar a “Tú serás el papá y yo la mamá”.

“Nadie puede ser arbitrariamente detenido...”. ¿Pero qué quiere decir “puede”? ¿No habría que leer allí “debe” puesto que “puede” es obviamente absurdo?

“La voluntad del pueblo es el fundamento de la autoridad de los poderes públicos”. Una vez más, ¿no será demasiado suponer que el pueblo tiene voluntad colectiva?

“La familia es la célula fundamental de la sociedad y tiene derecho a que la sociedad y el Estado la protejan” ¿Y si la sociedad favorece el concubinato de los pederastas y si el Estado remunera a los fabricantes de lesbianas...?

No niego que algunas de las ideas que sostienen esta monserga tienen cierto poder seductor, pero, para significar alguna cosa me parece que deberían, por una parte, expresarse bajo la forma de deberes concretos antes que derechos abstractos y, por otra parte, debería fundarse sobre la autoridad que está más allá de la del hombre y, por tanto, nunca sobre la humanidad que no es más que la adición de todos los hombres vivientes, que hayan vivido o llamados a vivir.

Ya lo constataba Dostoievsky: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Y si los hombres se arrogan el derecho de Dios de decir qué está bien y qué está mal, nada bueno puede resultar, por lo menos según el Génesis.



X. Porque se asienta sobre uno u otro de dos postulados
Admitamos, por un instante, que el vocablo “pueblo” significa lo que algunos piensan, a saber, que cada pueblo puede ser reducido a un denominador común y que resulta perfectamente legítimo asignarle una voluntad colectiva.

– El pueblo espontáneamente quiere el Bien, y accesoriamente, su propio Bien.

– Lo que el pueblo quiere inmediatamente se convierte en el Bien.

Según el primer postulado, el Bien le es dado anticipadamente y el pueblo lo encuentra naturalmente gracias a una operación digna del Espíritu Santo pero que se realiza sin él, por el milagro de la democracia. Basta con hacer lo que quiere el pueblo para que todo ande bien, es decir, para que triunfen la virtud y la prosperidad a la vez. Es la democracia de Rousseau.

Según el segundo postulado, todo lo que quiere el pueblo es, por definición bueno. Si el pueblo quiere costumbres castas, eso es bueno; si quiere relajamiento general, eso es bueno; si quiere la paz, perfecto; si quiere la guerra, perfecto también; si quiere destruir a los demás pueblos, tiene derecho; si quiere destruirse a si mismo, que le valga; si quiere, como escribe Madiran, “decretar lo justo y lo injusto, el bien y el mal, prohibir lo lícito, obligar a lo monstruoso y retocar en ese sentido su Constitución, no hay contra esta voluntad popular ningún recurso democrático, legal, ni legítimo”. Es la democracia moderna.

En la primera hipótesis, el pueblo descubre el bien; en la segunda, lo funda. En la primera, nos embarcamos hacia Utopía; en la segunda, hemos partido hacia Sodoma. El primer postulado me parece ingenuo y el segundo odioso. Pero desgraciadamente sucede que, a fuerza de compenetrarse con el primero, se termina por aceptar el segundo.

El refrán romano Vox populi, vox Dei, del que las añoradas páginas del Larousse dan esta sabrosa interpretación: “Adagio según el cual se establece la verdad de un hecho, la justicia de una cosa sobre la base del acuerdo unánime de las opiniones del vulgo”, permite ceñir estrechamente los dos postulados que nos interesan.

Vox Dei, vox populi: basta con escuchar la voz del pueblo para oír la de Dios que habla a través de Él. Es el primer postulado.

Vox populi, vox Dei: la voz del pueblo debe ser recibida como la voz de Dios, dicho de otro modo, el pueblo es Dios. Es el segundo postulado.

El suizo Amiel escribía: “La democracia descansa sobre esa ficción legal por la cual la mayoría no sólo dispone de la fuerza sino también de la razón, que posee al mismo tiempo sabiduría y derecho”. Una “ficción legal”: no sabríamos decirlo mejor.



XI. Porque está preñada de totalitarismo
Está de moda oponer la democracia al totalitarismo.

Eso presupone que se pase en silencio no sólo el hecho de que Napoleón III plebiscitó al Segundo Imperio y que Adolfo Hitler fue democráticamente elevado al puesto de Canciller del Reich, sino esto otro, que es más grave: que los totalitarismos políticos, como lo recordábamos más arriba, siempre invocaron los ideales democráticos. Subrayemos que en ningún caso los regímenes monárquicos ni los regímenes aristocráticos engendraron totalitarismos: para eso siempre hizo falta pasar antes por el estadio democrático. En Francia, antes del Terror hubo un 14 de Julio y en Rusia hubo un Febrero antes de un Octubre.

Con todo, hay totalitarismos y totalitarismos.

Nos hemos preguntado muchas veces, ya que el proceso de Nüremberg tuvo lugar, haciendo jurisprudencia, y ya que se le agregó una reprobación indeleble al partido nacional-socialista alemán, por qué ningún criminal comunista fue jamás juzgado y personajes que abiertamente proclamaban la doctrina comunista y su afiliación al partido comunista eran recibidos en todas partes, tanto en los salones como en los altos sitiales de los gobiernos democráticos. Sin embargo, los respectivos crímenes del nazismo y del comunismo son numéricamente incomparables: menos de diez millones de un lado, más de cien del otro,

Este curioso fenómeno se explica, me parece, con el siguiente análisis.

El nacional-socialismo estaba fundado sobre dos ideales: uno más racista que nacionalista, el otro socialista, es decir, democrático. Estos dos ideales desembocaron, el uno y el otro, en el totalitarismo. En la medida en que el baldón del totalitarismo podía ser atribuido al ideal nacionalista, que no es, esencialmente, democrático, a las democracias les resultaba posible condenarlo y extirparlo. A pesar de su cocina democrática, no había parentesco entre el ideal del Tercer Reich y las democracias occidentales.

El comunismo estaba fundado sobre un solo ideal: el ideal democrático. Pero también es cierto que cada vez que el comunismo desembocaba en una dictadura, invariablemente se cayó en una tiranía y nunca en una democracia. Las estructuras comunistas con un partido formando una elite y un presidium todopoderoso más bien recordaban las estructuras aristocráticas y oligárquicas; y sin embargo el ideal permanecía siendo “popular”: testigos son los serviles regímenes vigentes en los países satélites de la U.R.S.S. que se autotitulaban "repúblicas democráticas populares” , lo que equivalía a repetir por tres veces más o menos la misma cosa.

Siendo “ popular” , desde el punto de vista de un demócrata el comunismo no puede ser enteramente malo.

Y todavía eso no es lo más grave.

La democracia - cuando ya no es una manera de elegir gobernantes - tiende hacia lo absoluto. Se ha denostado a las monarquías absolutistas... ¡y bien; hablemos de ellas! Racine, el historiógrafo de Luis XIV escribía sin remilgos: “ Sólo Dios es absoluto” . Las monarquías siempre invocan principios superiores a ellas mismas: el derecho divino, la tribu, la nación. Si frecuentemente han sido tiránicas en los hechos, nunca lo fueron en esencia. En cambio la democracia es absolutista por definición, como lo atestigua la famosa fórmula “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” , que retoma, por ejemplo, la Constitución de la República Francesa de 1958. En materia de concepciones absolutistas, no hay cosa que pueda ir más lejos. No hay cosa que se parezca más al perpetuum mobile, esa aberración de la Física.

En sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Burke tiene razón en insistir sobre los peligros de este absolutismo. “En una democracia - escribe - la mayoría de los ciudadanos está en condiciones de ejercer las opresiones más crueles sobre la minoría [...] y esta opresión de la minoría llegará a mucha mayor cantidad de gente y se llevará a cabo con mucha más furia de la que se puede esperar de la dominación de un solo cetro. Bajo semejantes condiciones de persecución popular, las víctimas individuales se encuentran en una situación mucho más deplorable que bajo ninguna otra. Bajo un príncipe cruel, la compasión de la humanidad viene a poner bálsamo sobre sus heridas; los aplausos del pueblo animan la generosa perseverancia que exhiben en sus sufrimientos; pero aquellos que son maltratados por la multitud se ven privados de toda consolación externa. Parecen abandonados de la humanidad, aplastados por un complot de toda su especie”. Proféticamente, Burke va más lejos: “ ¡Qué instrumento eficaz del despotismo se iba a encontrar en ese gran comercio de armas ofensivas, los derechos del hombre!” .

La historia nos muestra que estos desbordes totalitarios de la democracia son cosa corriente. En el nombre de los derechos del hombre, la Revolución Francesa terminó en el “ populicidio” de la Vendée. Las guerras de la Revolución fueron libradas so pretexto de liberar del despotismo a los pueblos europeos. La colonización republicana de África pretendió que aportaba los beneficios de la democracia a presuntos “salvajes” . Los revolucionarios liberales rusos de febrero de 1917 tornaron posible y lógico el golpe de estado bolchevique de octubre con las consecuencias que ya se conocen.

Pero lo interesante no es tanto que el totalitarismo democrático puede, en algunos casos, convertirse en sangriento, sino que eso mismo parece estar inevitablemente inscripto en la naturaleza misma de su absolutismo democrático.

Por definición, la democracia no se reconoce límites.

Es cierto que, desde algún tiempo a esta parte, simula preferir los métodos de coerción más dulces, mas no es sino cuestión de circunstancias: el número de intervenciones armadas de los Estados Unidos en Estados soberanos sería menos inquietante si no fuera que todas ellas se realizaron en nombre de la democracia. Animal grande, gran apetito. Siempre fue así, pero si el lobo persuade al cordero de que está obligado a vapulearlo para enseñarle a vivir democráticamente, y sobre todo si el cordero le cree, entonces, en efecto, los derechos del hombre se convierten en un “ eficaz instrumento de despotismo” .

Tal vez más instructivo sea la dominación, casi total en Occidente, de una ideología difusa que se da en llamar ya el Pensamiento Único, ya lo Políticamente Correcto, ya lo Pensado-para-Usted y que, a imitación de la ideología comunista que disponía de una "lengua de madera", inventó su propio parloteo que algunos dieron en llamar "lengua de algodón".

Los espíritus autodenominados de derecha se han imaginado durante mucho tiempo que esta ideología estaba teleguiada por los servicios de propaganda, de desinformación o de influencia del comunismo. La caída del comunismo ha demostrado que no había nada de eso: esta ideología es parte inherente y fatal de la propia democracia.

Como tal, tiene ramificaciones infinitas en todos los dominios, pero todos emanan de un simple axioma: toda autoridad que no haya pasado por las horcas caudinas del sufragio universal, o que no haya sido delegada por una autoridad que haya pasado por las horcas caudinas del sufragio universal, es ilegitima, inmoral, intolerable y debe ser combatida por todos los medios, desde la supresión de la libertad de pensamiento hasta el terror.



XII. Porque se asienta sobre el vértigo del número
La democracia se funda sobre la cantidad de los votantes y no sobre su calidad, tanto a nivel del sufragio universal como en los diversos parlamentos. Hablando de democracia siempre, necesariamente, por definición, la cantidad es lo que vale. Esto me escandaliza.

En La crisis del mundo moderno, René Guénon escribía: “En el fondo de la idea ‘democrática’ está la idea de que un individuo cualquiera vale igual que otro porque son iguales numéricamente. Y es disparate porque nunca se puede comparar a las personas sólo desde un punto de vista numérico” . En La Commune del 18 de mayo de 1871, Georges Duchène se indignaba con más acidez: “La verdad, la ley, el derecho, la justicia, dependerán de ¡cuarenta diputados que se levantan contra veintidós que permanecen sentados!” .

No es que el número no tenga su importancia. Si varios especialistas en alguna competencia se reúnen para emitir su dictamen sobre una situación determinada, supongamos de tácticos antes de una batalla o de médicos ante un enfermo, se justifica seguir el parecer de la mayoría de los que estén de acuerdo entre ellos. Pero a partir del instante en que no se requiere ninguna competencia, sería difícil rebatirlo a Burke. “Se dice que veinticuatro millones deberían triunfar sobre doscientos mil. Es correcto si la constitución de un reino fuese un problema aritmético” . Pero no lo es. Séneca llegó a decir que “la opinión de la multitud es indicio de lo peor” y Gandhi dijo que “multiplicar el error no lo convierte en verdad” . Lamartine admitía con ingenuidad que “el sufragio universal es la democracia misma”. Y sí, ahí está el problema.



XIII. Porque se asienta sobre el vértigo de la igualdad
En general se asocia la democracia con las nociones de igualdad y de libertad sin tener en cuenta que la igualdad y la libertad habitualmente son inversamente proporcionales, tal como lo subrayó Soljenitsyn en su discurso en Lucs-sur-Boulogne. En efecto, no se puede alcanzar igualdad absoluta sino suprimiendo enteramente toda libertad e, inversamente, toda libertad acordada necesariamente desemboca en crecientes desigualdades. Pero supongamos que la vocación de la democracia consiste en conciliar estos dos ideales impidiendo que uno se desarrolle en detrimento del otro. Esta sería una misión calificada y no les ha ido del todo mal a los que lo han intentado como veremos más adelante.

Desgraciadamente, el caso es raro.

Ordinariamente las democracias no tienen respecto de la libertad más que una simpatía estrechamente contingente. Basta con bautizar a un adversario como “enemigo del pueblo” o “traidor social” para que las libertades de pensar y de expresión le sean inmediatamente cercenadas. “Ninguna libertad para los enemigos de la libertad” es el eslogan absolutista, característico de la mentalidad democrática y que, por otra parte, podría justificarse con el demócrata diciéndole al no-demócrata: “Si usted no quiere aplicar mis reglas, abandone el juego y, en ese caso, lo meto preso” . Ahora bien, ¿en qué eran enemigos los paisanos de la Vendée que querían continuar con sus misas celebradas por sus sacerdotes no juramentados? ¿En qué eran enemigos de la libertad los campesinos ucranianos que querían conservar sus cosechas y sus bestias? En este caso se sabe lo que les ocurrió a unos y otros, lo que se explica bastante bien si se reemplaza el eslogan enmascarado “Ninguna libertad para los enemigos de la libertad” por el eslogan desenmascarado “Ninguna libertad para los enemigos de la igualdad” .

Hoy también, en la mayor parte de los casos, las democracias parecen favorecer sistemáticamente la igualdad, con todas las limitaciones a la libertad individual que eso supone. El número de leyes, decretos, edictos, reglamentos administrativos que nos ligan y que asfixian al Estado y a la política es cada vez mayor. Y el hecho de que todo ciudadano europeo vive ahora bajo una doble subordinación, la nacional y la europea, multiplica las enojosas trampas con que se cercenan las libertades de los hombres y de los ciudadanos.

Para mejor se les impone la igualdad de un modo cada vez más despótico.

Flaubert, el reaccionario, escribía a la socialista George Sand: “El gran sueño de la democracia es elevar al proletario al nivel de estupidez del burgués. El sueño, en parte, se ha cumplido” .

Es cierto que al principio la broma se cumplió parcialmente en la democracia francesa, por ejemplo la de la Tercera República, que tenía por cometido elevar al proletario al nivel del burgués en lo que a prosperidad y cultura se refiere. Pero en verdad ya no es el caso. Más bien pareciera que el fin de la democracia moderna es el rebajar al burgués al nivel del proletario, nivelación sistemática hacia abajo, por ejemplo en todo lo que se refiere a la educación nacional: es bajando el nivel del bachillerato que se puede otorgar el título a un mayor número de candidatos, lo que no puede sino tener un efecto demagógico positivo, aunque en lo cultural resulte negativo, sin hablar del daño que se les causa a los propios estudiantes, sistemáticamente engañados en cuanto a su propia competencia...

No se había equivocado Montesquieu en El espíritu de las leyes cuando dijo que “El amor de la democracia es el de la igualdad” .

Así es que, siendo que la naturaleza humana se inclina más frecuentemente hacia la envidia que hacia la generosidad, generalmente las que quieren democracia son las clases menos favorecidas en la esperanza de atenuar las diferencias que las separan de las clases que se tienen por superiores mientras que éstas, no teniendo nada que perder, se esfuerzan en mantener el statu quo. Estos conflictos, que tienen más de “quítate de allí para que pueda ponerme yo” que de lucha de clases como quería Marx, son perfectamente naturales e incluso, en la medida en que un Estado vigilante asegure su regulación, tienen un saludable efecto vital ya que no se fundan sobre la igualdad hacia donde tienden sino sobre la desigualdad de donde provienen. Por el contrario, en cuanto se cruza cierto umbral de fecunda desigualdad, la entropía igualitaria comienza a hacer de las suyas.

La progresiva clausura del abanico de salarios y, bajo la presión fiscal, de los impuestos, está hecha para seducir a la masa, pero resulta catastrófica para el arte de vivir de una nación. Uno no puede sino regocijarse de la progresiva desaparición de cierta miseria, pero ¿habrá que felicitarse igualmente del empobrecimiento de las clases adineradas que, no hace tanto, tenían los medios de favorecer las artes, desde la ebanistería hasta la ópera?

¿No habría que inquietarse también con la formación de un lumpenproletariat típicamente contemporáneo y que se origina en una igualdad tan obligatoria como utópica? Tenemos mayor cantidad de bachilleres y más iletrados; menos pobres y más huelguistas. Por otra parte, hay abismos de distancia entre un antiguo egresado de una grande école y un universitario recientemente diplomado. No se ve qué puede haber de saludable en semejante evolución.



XIV. Porque desde las “Luces” hasta las “Antorchas” no hay más que un paso, como se vio claramente en 1789.
No todas las democracias son revolucionarias, no todas la revoluciones son democráticas, aun cuando Soljenitsyn se haya animado a decir en el mismo discurso de Lucs-sur-Boulogne que eran todas malas. Sin dudas, la confederación helvética es democrática, pero eso surgió de su independencia y no de una revolución. La sedicente revolución americana no lo era: era también la afirmación de independencia de una nación que se sentía lista para volar con sus propias alas. Que estas dos declaraciones de independencia no hayan sido sangrientas no excusa para nada el sospechoso parentesco que la democracia cultiva con el síndrome revolucionario. Quien dice “democracia” dice “derechos del hombre” , quien dice “derechos del hombre” dice “1789” , quien dice “1789” dice “iluminismo”.

Sí, pero quien dice “1789” dice también “1793” , carmañola, guillotina, ahogamientos, pueblicidios, columnas infernales, matrimonios republicanos, seiscientos mil muertos, asesinato público de Luis XVI, María Antonieta y Mme. Elizabeth, rapto y homicidio clandestino del duque de Enghien. Brevemente: “antorcha” , porque el camino es corto desde la Enciclopedia hasta el Terror, desde has luces de los sedicentes filósofos y las antorchas incendiarias abundantemente provistas por los sedicentes patriotas.

“La Revolución es una”, decía Clemenceau.

¡Oh sí! todos los regímenes han cometido atrocidades. Desde San Bartolomé al suplicio de Damien, la vieja Francia no se ha privado de ellas y la misma religión cristiana ha pecado por el filo de la espada y las hogueras preparadas con leña resinada. Pero la democracia convertida en la religión de los derechos del hombre brilla más y más como culto de la tolerancia que va hacia la práctica generalizada de la intolerancia.

Su forma moderna es el Tribunal Penal Internacional, instituido en La Haya sin mandato de la ONU, menos para juzgar a criminales cuanto para condenar a cualquiera que tenga el honor de molestar a la seudo “comunidad” internacional paradójicamente constituida por 19 Estados sobre un total de 185 miembros de las Naciones Unidas.



XV. Porque la democracia es contra-natura
No quiero otro testigo más que el mismo Juan Jacobo Rousseau que escribió en La Nueva Eloísa: “Si se toma el término con todo el rigor de su acepción, no existió nunca una verdadera democracia, ni existirá jamás. Va contra el orden natural que la mayoría gobierne y que la minoría sea gobernada” .

No está mal.

Basta con contemplar un motín o una pueblada para advertir que sus jefes nunca son elegidos sino que se imponen por la fuerza. Anticipo las objeciones: los hombres no son animales (¡Oh! ¡Casi nunca!) y el hombre es “un ser cuya esencia contradice el modo de existencia, un ser de naturaleza cuya esencia consiste en contradecir la naturaleza, a dominarla en sí mismo por su voluntad y fuera de sí mismo por la técnica” (Hubert Saget, Ontologie et Biologie). Brevemente el rol de la democracia consiste justamente en expurgar al hombre de entre las bestias - reino al que habitualmente pertenece - y enseñarle a vivir ya no como manada sino como tropa.

Muy bien.

Eso no quita que, en todas las civilizaciones, la minoría sea cual fuere la manera en que resultó elegida, aunque sea democráticamente, siempre salió de entre la mayoría y siempre la ha comandado, cosa que nunca le resultó simpática al espíritu de la democracia-derechos-del-hombre. Por más que no le guste, la aparición de una aristocracia - sea ésta del talento, del mérito, de la riqueza, de la herencia real o supuesta - es un fenómeno natural; y resulta que la aristocracia es por definición una minoría. Para impedir que funcione este fenómeno y para imponer el gobierno de la mayoría resulta necesaria una legislación fundada sobre un ideal abstracto, frecuentemente desmentido por la realidad de los hechos.



XVI. Por razones estéticas
Es cierto que, estéticamente, la idea de democracia, esa lúgubre planicie dónde 1=1=1=1 hasta el infinito, no me seduce. Prefiero las estructuras más jerarquizadas, más coloreadas, más arquitectónicas.

Por sobre todo quiero hablar del balance estético de las democracias comparadas con otros regímenes.

Por supuesto que sé muy bien que los más bellos templos griegos fueron construidos en un período llamado democrático, que existe una pintura suiza no enteramente desdeñable y que se puede considerar a los rascacielos norteamericanos como obras de arte. Pero no puedo dejar de pensar que el arte resulta de dos cosas: por una parte es un lujo y por otra una investigación apasionada en búsqueda de la verdad. Ahora bien, por una parte la democracia moderna reprueba puritanamente al lujo y por otra considera que hay en ella misma tanta verdad cuanto le hace falta a la humanidad para encuentrarse cómoda en el dominio de lo estético.

Véanlo en Francia, a la que el Antiguo Régimen le legó la place Vendôme y el Nuevo, Beaubourg; el Antiguo, el Palais-Royal, el Nuevo, las columnas de Buren; el Antiguo, el Louvre, el Nuevo, su pirámide. Comparen la acción de los mecenas del pasado y la de los “sponsors” privados o las administraciones públicas de hoy en día. Toda vez que el buen gusto, para parafrasear a Descartes, es la cosa peor repartida del mundo, es la menos democrática.



XVII. Porque la democracia nunca ha funcionado verdaderamente
Esta declaración puede parecer sorprendente en nuestra época en la que habitualmente se piensa que es el único régimen viable, pero echemos una ojeada a las grandes democracias de la historia.

La democracia ateniense estaba fundada sobre la esclavitud, cada ciudadano ateniense disponía en promedio de unos cinco esclavos. Había ciertamente igualdad entre los ciudadanos, pero no entre los habitantes ya que un sexto de la población era dueña de los otros cinco sextos.

La república romana no fue muy democrática. La fórmula Senatus populusque Romanus indica que Roma se concebía como una sociedad de dos escalones, los patricios y los plebeyos, a los que hay que agregar un tercero: los esclavos que, desde el siglo III se convirtieron en tantos que los plebeyos fueron dispensados de trabajar.

Seguramente la democracia suiza es la que más invita a la admiración, pero es una democracia directa, largamente compensada por las estructuras tradicionales de la sociedad, en particular la de sus cantones. El suizo que vota, generalmente lo hace sobre cuestiones de su incumbencia y competencia.

La democracia inglesa pasa por haber sido fundada sobre la Carta Magna arrancada a Juan sin Tierra por los barones sublevados, allá por 1215. Sus principales artículos garantizaban los derechos de los feudos y los privilegios de las ciudades. Recién en 1679 el habeas corpus comenzó a garantizar la libertad individual. El progresivo debilitamiento del poder real estaba largamente compensado por una estructura social oficialmente de dos escalones - la cámara de los lores y la de los comunes - pero que en realidad tenía tres escalones: los lores, la gentry que muy pronto se mezcló con la alta burguesía, y el bajo pueblo. Por su parte, la clase media se fraccionaba, desde el punte de vista social, en tres escalones: upper middle class, middle middle class y lower middle class, con, arriba de todo, la upper class y, abajo de todo, las lower classes, en plural. En tanto se mantuvo esta columna vertebral, Gran Bretaña, a pesar de los limites de su territorio y de su población, permaneció como una nación grande, en la que el concepto de “gentleman” , fundado antes que nada sobre una diferencia de raza, luego de clase, luego de cultura, aseguraba así la regulación del flujo social ascendente.

En todo eso, la monarquía jugaba un papel simbólico esencial, aunque sin verdaderas responsabilidades políticas. Cuando, bajo la presión de los comunes, los reyes se pusieron a fabricar lords sin arte ni concierto, diluyendo así la calidad en la cantidad, la sociedad inglesa comenzó a vacilar con los resultados que ya se conocen. Y eso que la legislación británica permitió la conservación de algunas grandes fortunas que aseguran al país un cierto equilibrio en la continuidad.

La democracia americana fue fundada por aristócratas como Jefferson y Hamilton y poco faltó para que Washington fuera ungido rey;

Desde entonces varios factores, más sociales que políticos, han jugado un papel en atenuar los defectos de la democracia;

Las grandes familias: a los americanos les parece natural que los presidentes de la República sean parientes próximos, que un presidente reclute a su hermano como ministro de Justicia o que otro confíe a su mujer la organización de la salud pública.
Las grandes fortunas: por ejemplo, las principales embajadas americanas son otorgadas sistemáticamente como puestos políticos a quienes han sostenido las campañas electorales con sus finanzas.
Las grandes universidades de Ivy League: forman una elite tradicional cimentada por un estilo de vida común, convicciones comunes y, frecuentemente, de matrimonios del mismo medio.
Las sociedades secretas salidas de las grandes universidades: sus miembros comparten una buena parte del poder político.
La tradición religiosa protestante, en la que todo éxito material es percibido como una recompensa divina.
El unánime respeto de la Constitución como una institución sagrada.
La general aceptación de los diferentes niveles de vida que consagra los éxitos profesionales más o menos notables, pudiendo llegar el salario de un patrón hasta quinientas veces el de un empleado.
Y sin embargo, es cierto que los Estados Unidos de América han hecho de la democracia un sistema absoluto que pretenden imponer al mundo - cosa que proviene a la vez de una necesidad de hegemonía natural en una gran nación, de un mesianismo heredado de los puritanos y de la justificada convicción de que la expansión de la doctrina democrática es buena para la apertura de nuevos mercados - aunque hay que notar que la versión, sin atenuantes de ninguna especie, que ellos destinan a la exportación, difiere considerablemente de la versión doméstica.

Veamos ahora la historia de la democracia francesa.

Ella fue, antes que nada, la obra exclusiva de la burguesía. Al principio, el pueblo llamado “pequeño” no se benefició en absoluto con ella, sirviendo de carne de cañón a los ejércitos de la República, luego del Imperio, luego nuevamente de la República. A fuer y a medida que las ideas sociales - que no son necesariamente democráticas - progresaron invenciblemente, hubo que renunciar al sufragio censatario, esa aberración de la codicia, para dar lugar al sufragio universal, esa aberración de la inteligencia. Las fuerzas propiamente populares hervían sordamente desde la Revolución Francesa que, desde su punto de vista, estaba mancada, y la burguesía no se hizo mayores problemas con aplastarlas ni bien asomaban la cabeza, como sucedió con la Revolución de los Comuneros en Paris. Se vio bien, cuando la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Argelia, que Francia no estaba reconciliada consigo misma, lo que no llama la atención cuando se piensa que es el único país del mundo que tiene una fiesta nacional y un himno nacional que celebra la división y no la unión. Mientras tanto, a lo largo de doscientos años se había modificado la Constitución dieciséis veces; con las aventuras coloniales se había violado descaradamente uno de los principios de base de la democracia, el sacrosanto “derecho de los pueblos a la autodeterminación” ; y no se había extraído de las urnas ni un solo estadista de fuste. La democracia había confirmado a algunos, como Napoleón o como de Gaulle, si así se los quiere considerar, pero ninguno había accedido al poder mediante la máquina electoral que, en Francia, no sirvió más que para destilar mediocridad cuando no supura directamente corrupción.

Lo digo abiertamente: soy “medianamente” democrático y me presto de buena gana a deshojar la margarita de las democracias. En Suiza tal vez lo hubiese sido apasionadamente; en los Estados Unidos, un poco; en Francia, nunca.



XVIII ... y porque ahora ya no puede funcionar en absoluto
En la belleza de su concepción original, que no tengo por qué negarlo, la democracia - abstracción hecha de sus resonancias populistas, igualitaristas, moralizadoras - viene en definitiva a decir que es bueno que los miembros de un determinado grupo elijan a sus jefes y que es bueno que sus jefes cumplan con el mandato que les es conferido, esto es, que respeten la opinión de sus mandantes. Hasta aquí, nada que criticar, salvo que los mandantes no necesariamente tienen razón y que los mandantes de otro candidato a lo mejor no están equivocados.

Hemos visto las reservas que hice respecto de la noción de opinión colectiva. Pero llegaría incluso a reconocer que, en la medida que se la considere como la suma algebraica de las distintas opiniones individuales, se puede defender no sólo su existencia sino también su legitimidad. Aun la prensa ha jugado un papel relativamente honorable en este asunto en la medida en que hubo órganos para predicar lo contrario uno de otros. ¡Helás!, todo eso ha cambiado: los medios masivos de información contemporáneos tornan no sólo ilusorio el concepto de opinión pública, sino que ya es materia de risa. En nuestros días una cuasi-unanimidad camina automáticamente gracias a los procedimientos de manipulación de la información, a los cuales, según los expertos, sólo se resiste un 7% de la población. Pero lo que se llama opinión pública ya no puede ser un parecer sincero e independiente. La inmensa mayoría del público se impregna completamente del pensamiento único que le sirenan cotidianamente diversos órganos de información y de desinformación (que no tienen de diverso más que los nombres y que machacan al unísono más o menos la misma cosa).

Esto hay que verlo bien:

en un régimen autoritario debe obedecerse a la autoridad, y se puede pensar lo que se quiera;
en un régimen totalitario se puede, en rigor, desobedecer la autoridad, pero resulta indispensable pensar lo que el régimen piensa;
en un régimen de democracia absoluta ya no se puede pensar sino lo que piensa la autoridad y, por consiguiente, las nociones de obediencia o de desobediencia resultan superadas. Algo así tenía en vista George Orwell cuando mostraba cómo su héroe amaba a su torturador.
Si la democracia es asunto de opinión, los mass media democráticos han tornado imposible toda veleidad democrática.



XIX. Porque de todas maneras igualmente podemos elegir
La propaganda actual tiende a hacernos creer que la humanidad no tiene más elección que entre la democracia, fuente de todos los bienes, y el totalitarismo, fuente de todos los males.

Es falso. Se puede, desde luego, adherir a una teoría según la cual, en el curso de la historia, todos los pueblos han sufrido regímenes desastrosos, que por fin los Estados Unidos de América concibieron una Constitución ideal, bajo la cual los egipcios, los súmeros, los griegos del siglo de Pericles, los mandarines de China y los aborígenes de Australia hubieran sido más felices, y que ahora debe imponérsela a todas las naciones del mundo, lo quieran o no.

Se puede también mostrar más respeto y curiosidad y notar que, para elegir gobiernos, hay otros modos que no son democráticos. Que no se me cite a Churchill: “La democracia es el peor de los regímenes, excepto todos los demás” . La boutade es graciosa, pero no significa literalmente nada. No hay más que mirar la historia para ver que otros sistemas han sido satisfactorios.

La monarquía más o menos hereditaria, por un lado opuesta a la democracia, y por el otro a la “tiranía”, ha sido el régimen más extendido en el mundo durante milenios. Era tan popular que los mismos hebreos, a pesar del consejo de los ancianos, reclamaron un rey para “hacer como todas las naciones (I Samuel, VIII: 5). La importancia de la heredad ha sido frecuentemente decisiva. En el antiguo Egipto no bastaba con ser hijo del faraón para aspirar a reinar: hacía falta ser hijo del faraón y de su hermana. Los Estados Unidos de América se han esforzado considerablemente para hacerle confesar a Hiroito, el emperador 124 del Japón, que no era de raza divina. Albert Camus, poco sospechoso de reaccionario, definía a los verdaderos monárquicos como “aquellos que concilian el verdadero amor del pueblo con el disgusto por las formas democráticas”.

Precisemos: la monarquía hereditaria no era un modo de elegir gobernante sino más bien un medio de evitar el tener que elegir al gobernante. La elección primera, quedaba hecha de una vez por todas, sea por medio de una elección entre partes, sea por medio de un combate singular, sea como consecuencia de un azar atribuido a la divinidad. Y esa elección se perpetuaba por dos razones: una, sobre la base de que se heredarían las supuestas cualidades del jefe (“buen perro de caza, pura raza, buena sangre, no puede mentir” ); la otra procedente de una constatación elemental: la instalación de un nuevo jefe cuesta siempre mucho esfuerzo, plata y algunas veces sangre que conviene economizar.

Bajo la república, los romanos elegían dos cónsules que, en caso de necesidad, cedían su lugar a un dictador único y temporario, el que debía ser un antiguo cónsul que designaba a uno u otro de los cónsules en actividad, luego de tirar suertes entre ellos.

Julio César, patricio si los hubo, se dejó llevar al poder por la plebe al precio de una guerra civil. Después de él, el Imperio romano recurrió al sistema de adopción, esto es, la designación del jefe por su predecesor. Este sistema funcionó más o menos hasta el momento en que fue reemplazado por la aclamación: las legiones nombran entonces a su general preferido creando así una inestabilidad que finalmente llevó al Estado a su perdición.

En Polonia, la monarquía electiva, enteramente en manos de la nobleza a tal punto que el voto desfavorable de un solo noble podía hacer fracasar la elección, con todo, ha conocido horas de gloria.

Diversos países han vivido bajo sistemas oligárquicos que cumplieron perfectamente su cometido: no se sabe que la república de Venecia, ni la de Génova, se hayan quejado mucho de haber adoptado tal sistema.

Si el del infantazgo dio resultados deplorables en Rusia - siendo que el país se encontraba fracturado cada vez que se moría un príncipe que quería dotar equitativamente a sus descendientes - la feudalidad occidental, con sus articulaciones orgánicas de señores feudales, vasallos y valvasores, puso las bases del mundo en que vivimos.

Tanto bajo la “tiranía” como bajo la democracia, los antiguos griegos designaban cerca de un millar de sus magistrados echando suertes, lo que tenía el mérito de darle una chance de vez en cuando a la competencia y a la virtud.

En todas las civilizaciones, frecuentemente el voto ha sido una de las maneras de elegir gobernantes, pero ordinariamente era un voto reservado a los pares, a los jefes de tribu, a los patriarcas, a los guerreros que habían demostrado su valía. Hugo Capeto fue elevado a los honores por señores que prácticamente eran sus pares y el emperador del Sacro Imperio era elegido por electores hereditarios.

El Papa es elegido por un colegio de cardenales que a su vez han sido designados por el Papa, y elegido de entre los obispos, igualmente nombrados por el Papa. Estamos lejos del sufragio universal.

Los dictadores que han arrebatado el poder después de una guerra civil, o simplemente de una guerra, o de una intriga, o de un golpe de Estado, no siempre han hecho mal trabajo, sobre todo si se los compara con Hitler, elegido de la manera más democrática que hay. Generalmente las clases dirigentes se reclutan por heredad o por cooptación muchas veces matrimonial, pero sus funcionarios difieren según los países. La aristocracia francesa originalmente estuvo ligada a la tierra, la rusa casi exclusivamente por su servicio al Zar. Un noble portugués que ya no tiene los medios de “vivir noblemente” pierde su nobleza.

Toda autoridad supone el asentimiento de aquellos que la reconocen, aun si no se asienta sobre una democracia. “Soy su jefe, debo seguirlos”, decía un oficial francés haciéndose eco inconscientemente de Burke: “ Aquellos que pretenden guiar, deben, en gran medida, seguir. Deben conformar sus propuestas al gusto, al talento y al carácter de aquellos sobre los que quieren mandar”. Un embajador francés se extasiaba ante la facilidad con que Catalina la Grande se hacía obedecer. Ella rió: “Averiguo qué tienen ganas de hacer y luego se los ordeno” .

Si esto es verdad, no hay autoridad que pueda ser usurpada durante mucho tiempo aunque, para que sea legítima, las gobernantes no deben depender del capricho de sus gobernados. A veces la democracia garantiza esto; pero también ocurre que no lo hace y, en cualquier caso, otros regímenes lo hacen tan bien como ella.



XX. Porque la democracia es raramente democrática
Una vez más, no niego lo que puede haber de seductor en la idea democrática, pero no veo que la democracia real cumpla con sus promesas. Como medio de designar gobernantes está expuesta a todas las trampas electorales: de un lado del Atlántico se interpretan falazmente las boletas del voto; del otro, se hace votar redondamente a los muertos. No está lejos el tiempo en que, del otro lado del Mediterráneo las urnas se llenaban antes de proceder a los referéndums. Incluso cuando no se llega a tanto, el sistema de la campaña electoral subvencionada y mediatizada falsifica todos los datos. En cuanto a las promesas electorales, uno se pregunta cómo pueden todavía hacer impresión sobre los electores: “Soy un hombre político y, en tanto que hombre político, tengo la prerrogativa de mentir cada vez que se me da la gana”, proclamaba sin ambages Charles Peacock, el amigo de Bill Clinton.

Como ética, la democracia resulta profundamente decepcionante. No soporta ninguna teoría, ninguna otra forma de vivir que no sea la suya. Afecta tolerancia pero no se tolera más que a si misma. Cuando, en un país como Francia, el 15% de los electores tiene una actitud que ella reprueba, la democracia los exilia después de modificar la ley electoral para que no puedan tener ninguna representación. Cuando, en un país como Austria o Italia, un partido reprobado llega con métodos perfectamente democráticos a frisar el poder, ¡hay que oír los gritos quebrantahuesos que lanza! Con toda discreción ahoga la libertad de pensar distinto de ella. Y cuando necesita transgredir sus propios diktats, no lo duda. Lo atestiguan las aventuras coloniales de Francia y de Gran Bretaña. Más recientemente, el equipo americano en Somalía o la agresión de la NATO contra Yugoslavia prueban que las democracias son perfectamente capaces de cometer crímenes de guerra en nombre de los derechos del hombre.

Como sistema de gobierno, la democracia se mofa de sí misma a cada instante. Toda manifestación en las calles que traba la circulación, todo bloqueo de las rutas, toda huelga de funcionarios que impide mi libre circulación son profundamente antidemocráticas, no sólo porque atentan contra mis derechos de ciudadano, sino porque autorizan a las minorías a molestar a la mayoría. Parecería evidente que, en una democracia digna de ese nombre, cada uno debería tener los medios de expresarse sin embromar a su vecino.

Que se le agregue a eso las distintas jugarretas de las que se valen los parlamentos para no consultar a la nación sobre cuestiones mayores (como la resignación de la soberanía, o de los valores morales tradicionales, o las agresiones armadas sin declaración de guerra, o los castigos a aplicar a los violadores o asesinos de niños) y se verá que la democracia en acto no es, frecuentemente, más que un simulacro de democracia.



XXI Lo que podría convertirme en un poco más demócrata.
Recapitulemos. Soy medianamente democrático porque se machaca un poco demasiado insistentemente con el ideal democrático, pero no estoy convencido de la infalible excelencia de los métodos democráticos para la elección de gobernantes; porque no me parece verosímil que el mismo sistema tenga las mismas virtudes en cualquier tiempo y lugar; porque me preocupa la suerte de las minorías que las mayorías tienden a aplastar; porque la palabra misma “democracia” no me parece tener un sentido muy claro; porque, en nuestros días, las calidades de la democracia se declaman más que se demuestran; porque la democracia, tal como se practica en nuestra época, tiene todas las fallas de las religiones más oscurantistas y ninguna de sus virtudes; porque la democracia se funda sobre una confusión entre el bien público y los caprichos del público; porque ineluctablemente conduce a diversas formas de totalitarismo; porque prefiere el principio de la cantidad por sobre el principio de la calidad; porque predicando la igualdad es necesariamente entrópica; porque buscando imponer utopías recurre con mucho gusto al terror; porque no es una forma de vida conforme a la naturaleza; porque la encuentro deletérea en términos de cultura y de civilización; porque no funciona sino a condición de ser abundantemente regada con principios antidemocráticos; porque los mass media actuales impiden que los ciudadanos de todo tipo tengan un juicio independiente; porque es falso pretender que no hay alternativa a la democracia; porque la democracia tiende a renegar de sí misma cada vez que tiene una oportunidad.

Anticipo la pregunta que no faltará: “¿Qué propone usted como alternativa?”

Contestar no es el tema de este opúsculo. Por otra parte, ya he dicho cuáles son los regímenes que gozan de mi simpatía. Aquí creo haber demostrado bastante bien que la humanidad muchas veces encontró medios de gobernarse que en ningún sentido eran democráticos y que sin embargo han fundado grandes civilizaciones. Por lo demás no conozco ningún negocio industrial o comercial que se gobierne democráticamente. Jamás he oído decir que un director de orquesta consulta con el timbalista o siquiera con el primer violinista acerca de la interpretación de una sinfonía, ni un jefe de cocina plegarse a la opinión mayoritaria de sus ayudantes - y menos aún de la de sus dientes - sobre el modo de preparar una salsa. Y no veo tampoco por qué el destino mismo de nuestras comunidades, es decir, la nuestra, debería regirse por métodos que han demostrado en otras partes ser perfectamente ineptos.

También estoy en contra de la tendencia contemporánea a creer que uno debe ser demócrata si es cristiano, so pretexto de que los principios cristianos y los principios demócratas se confirman sobre algunos puntos. Por supuesto, coinciden en el respeto debido al hombre, pero de ningún modo sobre la estructura ideal de la sociedad. Créanme: si el buen Dios hubiese sido demócrata, nos lo habría hecho saber.

Por mi parte, estoy dispuesto a convertirme en demócrata si se adopta estrictamente el sistema de Henry Ford, quien escribe en su autobiografía: “Soy partidario de la Democracia que le da a todos las mismas chances de triunfar” (hasta aquí todo el mundo de acuerdo) “según la capacidad de cada cual”. Y es ahí donde todas las verdaderas democracias modernas reviran porque, sin decirlo abiertamente, lo que no aceptan es que no todos tienen la misma capacidad. Y tienen razón: aceptar eso es meter el dedo en el engranaje de la jerarquía. En cuanto a aceptar que éxitos diferentes vienen a coronar capacidades diferentes es, peor todavía, reconocer que le compete a los “mejores” caminar al frente.

Pero Henry Ford va más lejos: “Estoy en contra - sigue impávido - de aquella que pretende conferirle al número la autoridad que le corresponde al mérito” .

¡El mérito opuesto al número! ¡La autoridad sancionando al mérito! Me parece, mister Ford, que allí no está hablando usted de democracia. ¿No sería más bien una definición de aristocracia la que nos está dando?

La dificultad, en nuestro sistema, consistirá, por supuesto, en reconocer el mérito al que le será conferida la autoridad . En los negocios, en el comercio, el mérito se puede medir con cierta facilidad en base a la ganancia. El mundo de la política es más complejo.

Pero, francamente, estoy cada vez más seguro que no es con la urna.

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