lunes, 27 de septiembre de 2010

Dios en la plaza pública

P. Ramiro Pellitero

(publicado en www.analisisdigital, 21-IX-10)


¿Pueden los políticos participar o protagonizar actos religiosos? ¿No supone eso una invasión del ámbito personal? ¿No equivale a una propaganda indebida y una apología de una determinada fe frente a otras, con riesgo para la libertad? ¿No sería, en último término convertir la fe en un acto político, y por tanto manipularla para el propio interés? ¿No es más auténtica la fe que se practica sólo en privado? ¿Deben suprimirse las fiestas religiosas? ¿Puede obligarse a un político a que actúe contra su conciencia? Estas preguntas u otras parecidas surgen en la opinión pública de vez en cuando y requieren una aclaración.
Vayamos por partes. Participar públicamente en un acto de fe no es invadir el ámbito personal. Cualquier persona, en un país libre, es libre para manifestar su fe en cualquier ámbito, igual que es libre para manifestar sus teorías u opiniones científicas o culturales. Sostener que la fe debe encerrarse en la vida privada es una actitud típica de un laicismo dogmatista, al que no le interesa que la religión aparezca en el debate público (además, ¿habría que prohibir escribir en los periódicos sobre religión? ¿Quién decide lo que es público y lo que es privado?). Que la fe deba encerrarse en lo privado (¿en la conciencia?, ¿en casa?, ¿en una cárcel?) es un prejuicio que va contra el sentido común y la libertad religiosa.

De otro lado, el hecho de que un político aparezca en un acto religioso públicamente, no tiene por qué interpretarse en el sentido de que esté forzando a que sus votantes le sigan en la fe que profesa, o que no haya creyentes de esa fe fuera de sus votantes. Son cosas diversas, allá donde hay libertad y la entienden quiénes viven en libertad y, como consecuencia de vivirla, respetan la libertad de los otros. Qué dictatorial y poco democrático es negarse a reconocer que la religión, al igual que la razón, tiene su lugar en la vida pública.
Ciertamente, se puede discutir la conveniencia de que los políticos, en un momento concreto, realicen una manifestación religiosa públicamente, porque a veces puede manipularse la fe para sacar votos. Habrá que ver en concreto lo que hacen y dicen.
Pero no es verdad que la fe sea más creíble cuanto más en privado se practique. Lo que se esconde, se esconde por una causa; y esa causa suele ser nociva, así lo entiende el sentido común. Reducir a lo privado la fe es la pretensión de ideologías materialistas, para acallar la presencia del espíritu en la sociedad. Si hay un “laicismo sano” (mejor sería llamarle laicidad), no será el que prohíba las manifestaciones públicas de la fe o los argumentos de tipo religioso en el ámbito cultural o político, sino el que respete las manifestaciones de la religión. Siempre, claro está, que no lesionen los derechos humanos y que se ofrezcan al diálogo con la razón (por eso es conveniente que se presente en público la religión). Como quedó de manifiesto en los diálogos entre Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas (Múnich, enero de 2004), la razón puede hacer una crítica constructiva a la religión, a la vez que debe dejarse criticar por ella, cuando determinados argumentos o actuaciones en nombre de la “razón” dejen de ser humanos, y por tanto, racionales y respetuosos con la libertad.
“Hoy en día –ha señalado Benedicto XVI en Glasgow– algunos buscan excluir de la esfera pública las creencias religiosas, relegarlas a lo privado, objetando que son una amenaza para la igualdad y la libertad”. Sin embargo, añadió, “la religión es en realidad garantía de auténtica libertad y respeto, que nos mueve a ver a cada persona como un hermano o hermana”. Y por este motivo, invitó particularmente a los fieles laicos, en virtud de su vocación y misión bautismal, a ser “no sólo ejemplo de fe en público, sino también a plantear en el foro público los argumentos promovidos por la sabiduría y la visión de la fe”. Les dijo que no tuvieran miedo a servir a través de la política, porque “la sociedad actual necesita voces claras que propongan nuestro derecho a vivir, no en una selva de libertades autodestructivas y arbitrarias, sino en una sociedad que trabaje por el verdadero bienestar de sus ciudadanos y les ofrezca guía y protección en su debilidad y fragilidad”. Excluir a Dios, a la religión y a la virtud de la vida pública –había dicho nada más llegar a Escocia–“conduce finalmente a una visión sesgada del hombre y de la sociedad y por lo tanto a una visión "restringida de la persona y su destino" (Caritas in veritate, 29).
La religión tiene un importante papel en el debate político, que es “ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos” (Discurso en el Westminster Hall), de manera que, sin la religión, la razón puede ser manipulada por las ideologías y acabar atentando contra la dignidad humana; de manera que “la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional”. A esto corresponde el “papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión”.