viernes, 18 de junio de 2010

LA DECADENCIA DE LA LEY


Santiago Kovadloff

Hay una finalidad eminente de la política: atenuar la brecha entre las imperfecciones y distorsiones en las que suele incurrir toda gestión pública y lo que la Constitución establece como deberes ineludibles de quienes llevan a cabo esa gestión. Cuando tal cosa no sucede, la política se convierte en síntoma de los mismos males que tendría que combatir. Es lo que, desde hace tiempo, viene ocurriendo entre nosotros.

Dada la gravedad de la situación en que nos encontramos, la disyuntiva es tan clara como drástica: o recuperamos cuanto antes la política para la causa constitucional o el efecto disolvente generado por esa deformación resultará largamente irremontable.

La ley, en la Argentina, se ha convertido en un mandamiento desoído. A fuerza de verse vulnerada, su palabra ha perdido función rectora. En ello, qué duda cabe, radica una de las causas -acaso la esencial- de que los argentinos tengamos tan mal desempeño comunitario.

Repasemos: al cabo de siete largos años, el matrimonio que nos preside ha logrado profundizar el proceso de decadencia constitucional. Absorbió las facultades del Congreso y subordinó, en altísima medida, la independencia de la Justicia a sus necesidades operativas. Colmó de ese modo las arcas de sus propios intereses y redujo el alcance de las normas de la República al conjunto de sus demandas hegemónicas. Pero ello no sólo ha sido posible gracias al olfato transgresor que, para proceder como lo hacen siempre, han tenido los Kirchner. También ha propiciado semejante deterioro la fragilidad impuesta al sistema político por el ancho caudal de abusos y malversaciones cometidos por casi todos los gobiernos que precedieron a los dos últimos, desde que se recuperó a tientas la democracia. Con generosos aportes propios, ellos allanaron el terreno para que resultase exitosa esta última embestida, en dos capítulos, de la corrupción. Nadie es hijo del aire ni ha sido dado a luz en una calabaza.

Daniel Sabsay, constitucionalista admirable, supo diagnosticar lo que nos pasa: "Llevamos en la Argentina una vida paraconstitucional". Ello implica que, en el país, se han extinguido los controles capaces de impedir y castigar los abusos del poder. La impunidad con que opera el desenfreno nos advierte sobre la empresa restauradora, por no decir ciclópea, que aguarda a la próxima administración, si se atreve a emprender lo que resulta constitucionalmente indispensable. E indispensable es el restablecimiento cabal de la ley donde prospera el simulacro democrático.

Desbaratar de raíz semejante monto de transgresiones será, pues, la tarea básica de la oposición, si triunfara en las próximas elecciones presidenciales. Pero esa tarea no será corta, y difícilmente la finalizarán quienes la inicien. No hay que subestimar la magnitud del desastre. Luis Gregorich, gran ensayista, nos habló hace mucho de la república perdida. Si esa pérdida no se ha consumado, muy cerca se está de que ello ocurra.

Hay en la Argentina dos millones de seres a los que el poder desconoce como personas. Desempleados, subempleados, indigentes de toda índole, excluidos en conjunto. Esa hipoteca humillante contraída con la dignidad y el derecho constituye el descrédito medular de la política.

No es, sin embargo, la única de las formas que tomó, entre nosotros y en tiempos recientes, la brutal subestimación del prójimo. La primera de esas formas fue la configurada por el terrorismo de Estado, entre 1976 y 1983. De la segunda fueron responsables los promotores de la marginación social impuesta a incontables argentinos mediante la crisis desatada en 2001 y cuyas consecuencias son palpables todavía. La tercera, a cargo de los dos últimos gobiernos constitucionales, consistió en la práctica sistemática de la exclusión del adversario y el aliento ideológicamente infundido a su feroz desprecio del pluralismo.

Ya es hora de advertir que la promoción certera de la igualdad y el crecimiento sostenido no requieren políticas excluyentes de izquierda o derecha. Contrapuestas unas a otras, confrontadas en el desdén recíproco, siempre se muestran insuficientes.

Las políticas necesarias para el logro de una sociedad superadora de nuestros males básicos deben ser, complementariamente, de centroizquierda y de centroderecha, en un marco constitucional diáfano y firme. Ese marco compartido no es sino el que señala la palabra centro, punto axial de las mejores convergencias, condensación de esos valores consensuados que reciben el nombre de bien común y encuentran su precisa enunciación en el texto de la ley.

Cuando la izquierda y la derecha se declaran excluyentes e irreconciliables, lo que fracasa es la ley que las acota y busca promover su interdependencia. Muy lejos parece estar de las dirigencias actuales el haberlo entendido así, atascadas como viven en la hostilidad y en la desconfianza que impiden todo acercamiento. Como si gobernar fuera posible sin cooperación y control mutuo entre sus fuerzas representativas. Y más lejos que nadie de entenderlo así está el Gobierno, reacio a infundir al Estado su función equilibradora.

Generar confianza en la palabra propia es un desvelo compartido por el oficialismo y la oposición, en especial cuando se dirigen al electorado independiente. Es previsible que Néstor Kirchner, en un eventual segundo mandato, reforzará la aplicación de las políticas autoritarias que desplegó en su primera gestión y en el transcurso de la de su esposa. No lo es, en cambio, al menos hasta el momento, que la oposición sepa cómo hacer para desarraigar de nuestra sociedad la simiente de ese autoritarismo.

Hoy es tan incierto concebir un radicalismo victorioso, apto para desembarazarse de los fantasmas de la ingobernabilidad con que el pasado lo acosa, como lo es concebir un peronismo Federal que, por más federal que se autodesigne, induce a preguntarse si sabrá superar su tradicional desapego a las imposiciones republicanas.

Aquí también la experiencia sugiere ser cautos en las expectativas. En suma: ¿cómo infundir mayor credibilidad a ese esfuerzo de trascendencia cada vez más necesario? ¿Sabrán reconciliarse el poder y la ley? ¿Sabrán hacerlo la ética y la eficacia?

La disyuntiva argentina es clara: o ahonda el programa populista o promueve un modelo participativo resuelto a dejar atrás la fragmentación y el encono sistemático que alienta el oficialismo. Sin transformación política, de nada valdrá seguir hablando de economía.

Se diría que la sociedad, sobre todo a partir de 2008, ha empezado a redescubrir el papel fundamental de las instituciones, la fecundidad de la ley y la necesidad de que el debate nacional cuente con una creciente participación cívica.

Buena parte de la faena del Gobierno consiste en descartar cualquier logro del pasado. Su propósito es apocalíptico. Pretende fundar, sobre las ruinas sembradas por ese descrédito de todo lo previo, la apología incesante de su propio presente. El emprendimiento opositor, en cambio, deberá depurar el presente de ese fervor maniqueo. Tendrá que reinscribirlo en la secuencia temporal y conformarlo, a la vez, como depositario de un legado y como constructor de alternativas inéditas.

No deja de ser un indicio auspicioso el hecho de que la oposición esté realizando en el Congreso un esfuerzo considerable para llevar a cabo un proyecto consensuado de reforma del Consejo de la Magistratura, a fin de independizarlo del poder político. Lo mismo cabe decir del empeño puesto en restringir los superpoderes de los que hoy abusa el Ejecutivo.

El Gobierno, claro está, detesta estas iniciativas. Tiene, si vamos al fondo de la cuestión, una visión despectiva de la democracia y el sistema republicano. Y considera que el proceso "transformador" que impulsa debe ahondar la irrelevancia de ambos.

De esa democracia y de ese republicanismo que, aun maltrechos como están por tanta desmesura, muestran todavía algunos signos de vitalidad.

La Nación, 18-6-10