lunes, 17 de mayo de 2010

EL CONFLICTO DE LAS PASTERAS: DE LA CRISIS A LA OPORTUNIDAD



Alejandro Ponieman

Si bien la distensión que procura la Presidenta puede ser un hito en la reversión del proceso conflictivo desatado en torno de las plantas pasteras en Uruguay, sería ingenuo dar por sentado que el tema de fondo quedará resuelto sólo con tales buenos oficios, ante la tozuda y agresiva postura de los ambientalistas de Gualeguaychú.

Para encontrar una salida airosa de la efervescencia inusitada que ha adquirido el tema, dados los múltiples intereses, facciones y pasiones involucradas, es imprescindible una mirada más profunda sobre la génesis del diferendo.

Con ese propósito, cabe comenzar por cuestionarnos, todos y cada uno de nosotros, si estamos dispuestos a seguir incrementando el uso y abuso de papel, como lo hemos hecho en forma insensata en los últimos años, al igual que con todo tipo de vehículos, pilas, celulares, combustibles fósiles, gas freón, asbestos, elastómeros, agroquímicos, fertilizantes, etc., porque en temas de medio ambiente estamos todos involucrados. Evidentemente, limitarnos a una industria puntual es como mirar sólo el árbol y no el bosque.

El segundo y decisivo factor a tomar en cuenta es la llamativa reacción de los pobladores de Gualeguaychú; pues, si bien parecería lógica una reacción ante el temor por los efectos nocivos de esas plantas sobre la salud futura de sus hijos, basta con recorrer esa ciudad -ubicada sobre el río Gualeguaychú, que desemboca en el río Uruguay y, por ende, no recibe sus aguas- para advertir notoria despreocupación por los efectos de su promocionado parque industrial. Desprolijidades del tratamiento de sus residuos; efluvios de instalaciones industriales obsoletas, con emanaciones que no son sanitariamente inocuas, y falta de consideración por la contaminación que les llega en el propio río Gualeguaychú, por lo que lejos están del desideratum de contaminación cero que pretenden por parte de sus vecinos.

Los nitratos y nitritos que esa vía de agua y sus afluentes reciben por los fertilizantes y agroquímicos que usa la agricultura circundante, junto con los efluentes de la propia ciudad, no constituyen una amenaza futura como la que los incita, sino un problema grave y acuciante que requiere atención inmediata; pero aparentemente no considerada con igual fervor.

¿Estaba acertado, entonces, Mark Twain cuando advertía, con su filosa ironía, que nada urge más que cambiar las costumbres de los demás?

Tomar en cuenta esa viciosa tendencia parecería indicar uno de los caminos por seguir para lograr el encarrilamiento adecuado al conflicto.

¿Quién no comparte, acaso, la prédica de los ambientalistas y del famoso Greenpeace por sus valientes intervenciones en alta mar? Pero si su prédica es llevada al extremo, choca con la cruda realidad de que ningún gobierno, ningún simple ciudadano, ni ellos mismos, están dispuestos a hacer cesar de inmediato en el consumo, uso y abuso de productos altamente polucionantes, o en la producción de estos.

Es que si la demanda de cualquiera de esos productos, como la de papel, no cesa, obviamente se necesitarán más industrias que la satisfagan, y ninguna duda cabe acerca de que sus efectos en el medio ambiente existirán, en mayor o menor medida.

En eso radica el verdadero meollo del problema, y resulta poco caritativo ignorar que, de persistir el incremento del consumo, serán todos nuestros congéneres los que se perjudiquen, con el inevitable el resultado dañoso del proceso de producción respectivo. En eso radica el centro del problema, que nos conduce al concepto de desarrollo sustentable.

Con ese panorama, más amplio y realista, las técnicas más efectivas de manejo de conflicto abren un campo de infinitas posibilidades, muchas de ellas ya utilizadas en otro ámbitos.

Tomamos como premisa que, siendo la polución existente, el calentamiento global y las siniestras perspectivas de más frecuentes derrames tóxicos, inundaciones, sequías, tornados y otras plagas la amenaza reconocida y temida, incluso por los contendientes actuales, lo menos que podemos hacer es tomar con esa misma energía y voluntad medidas idóneas para comenzar ya por reducir la contaminación actual.

El enorme impulso y difusión que adquirió el tema, se derivaría en generar una gesta colectiva, pero idónea y útil esta vez para el logro progresivo de una mayor sanidad ambiental, para evitar las temibles perspectivas que prenuncian los extremos meteorológicos aquí y allá.

Los parámetros exigentes de la Unión Europea para la actualmente cuestionada industria y otras múltiples fuentes de degradación fueron implementados en ese continente mediando laboriosos acuerdos, y cabe preguntarnos si no sería la ocasión propicia para consensuar e imponer, en forma generalizada, exigencias similares a las de esa comunidad.

La simple selección de la basura, su reciclaje y el tratamiento de los efluentes urbanos no puede demorarse, para lo cual cabría proponerse asumir fraternal y cooperativamente el compromiso de reducir, en el ámbito regional, progresiva y racionalmente todas los emisiones polucionantes.

No podemos permitirnos elevar al nivel fratricida un diferendo, para colmo sobre un tema de carácter eventual, cuando la actual desidia es tan notoria como generalizada y la patentizan casos tan malolientes como el del Riachuelo, que intentan apenas emular algunas vías de agua cercanas al cerro montevideano.

Si la limpieza del Támesis fue posible, ¿cuánto más útil sería volcar tanta energía, hoy estéril, con la sabia consigna del Martín Fierro , y dirigirla ya a la preservación general y sistemática de nuestros comunes tesoros hídricos, para evitar que noticias como la clausura por contaminación de las playas del otrora prístino lago Lácar, en el sur argentino, donde no se produce pasta ni papel, sean la poción de amargura con que los noticiosos nos reciben cada día?

Muchos enfrentamientos similares en todo el planeta fueron resueltos con el aporte de creatividad y realismo de desapasionados expertos neutrales, cuyas invalorables experiencias pueden sugerir modelos para emular. Una cuasiguerra que se había desatado entre pescadores de la bahía de Guayaquil con los productores de banana de campos aledaños es uno de ellos. Los primeros culpaban a los agricultores por la extinción de las larvas de camarones, presumiendo que el daño se debía al uso de agroquímicos. Convocando a expertos neutrales, que manejaban técnicas de manejo de controversias multipartes innovadoras, se logró contribuir a la paz, una vez comprobado, con la lógica sorpresa, que eran los efluentes de la propia ciudad la principal causa de los daños a la fauna marina.

¿No sería prudente, entonces, capitalizar esos ejemplos exitosos, a fin de lograr una solución decorosa, poniendo voluntad y concordia al servicio del bien común, en lugar de elegir chivos expiatorios que apartan del necesario reconocimiento de la propia contribución diaria e incesante al descalabro?

Se daría así el primer paso para encarar el verdadero desafío que plantea la polución en general.

Transformar el actual entuerto en una gesta regional, tendiente a limitar progresivamente, y desde ahora, toda clase de consumos y emisiones polucionantes, proveer al reciclaje de lo reciclable y concientizar acerca de la necesidad de disponer adecuadamente de los residuos, que incluso pueden constituir fuentes de energía, es el desafío y la oportunidad.

Atribuir a los ambientalistas el mérito de despertar en la opinión publica el interés en la autopreservación sería una salida decorosa para no llegar a una derrota injusta.

Ocuparse del propio ámbito aquí y ahora es la base y condición necesaria para acreditar sustentos éticos y legales para limitar a cualquier agente de polución propio o ajeno en el futuro y sería la alternativa mas apropiada para comunidades o grupos con tan obstinado apego por evitar un hipotético riesgo futuro que les impide reconocer los reales peligros que engendra nuestro común entorno.

La Nación, 17-5-10