miércoles, 26 de agosto de 2009

CARDENAL ROUCO: IGLESIA, SOCIEDAD Y POLÍTICA



Intervención del arzobispo de Madrid en el Meeting de Rímini

(Selección de párrafos)

2. "Iglesia, Sociedad y Política" son viejas palabras que se refieren a formas humanas de vivir, de convivir y de obrar presentes y operantes en la actualidad de la familia humana; enraizada la una, la Iglesia, en una historia bimilenaria, y las otras dos, sociedad y política, en la naturaleza misma de "lo humano" ¡en su razón de ser! Incluso la Iglesia, como una forma histórica que vertebra y expresa una dimensión de la persona humana, inherente al mismo ser del hombre, la religiosa, se halla igualmente, en su fondo antropológico, entre los elementos constitutivos del ser y de la existencia de lo humano, que trasciende espacios y tiempos. ¿Cómo aproximarse a ellas y a sus significados, hoy, con intención y voluntad de conocerlas de nuevo impulsados por el amor a la verdad y por su búsqueda? Conocerlas de nuevo, que no quiere decir, sin más, "novedosamente", sino rigurosamente en correspondencia objetiva y subjetiva con lo que sucede en el momento actual de la historia a -y en- las realidades por ellas expresadas. Es decir, situándose, primero, en el corazón mismo de la problemática que afecta a la Iglesia y a la sociedad, aquí y ahora, en este momento preciso de la historia de la humanidad; y, segundo, adentrándose "en el hacer política" del hombre contemporáneo y descubriendo "los pre-supuestos" sociológicos, culturales e ideológicos que lo determinan. Y, siempre, sin olvidar la esencial interdependencia que se da entre las tres realidades dentro del marco vivo de la unidad existencial de la persona humana. Precisamente el punto de cruce y encuentro no sólo institucional, sino, sobre todo, operativo de la trilogía "Iglesia, Sociedad y Política", es el que resulta del mismo fin que explica y justifica su razón de ser: el bien integro y pleno de la persona humana ¡de cada hombre!

LA POLÍTICA

La política es otra vieja palabra unida a la experiencia inmemorial del hombre que vive y necesita vivir ordenada y fructíferamente en sociedad. ¿Cómo va a ser posible la cooperación de todos los miembros de una sociedad en la consecución del bien común sin una dirección clara en sus objetivos, ordenada en su realización y firme y eficaz en la disposición de los medios? El simple realismo de la experiencia cotidiana de la vida enseña que no. Por ello, la respuesta fue siempre clara en todas las etapas y épocas de la historia social y cultural del hombre: no es posible sin autoridad. De aquí que la praxis política como la ciencia, el arte y la técnica de gobernar la sociedad humana plenamente constituida hayan orientado siempre sus esfuerzos principales a aclarar y dirimir la cuestión de la autoridad como el punto neurálgico, sociológica, jurídica y éticamente, de toda teoría social. Quién la ejerce y cómo la ejerce, cuál es su sujeto originario y en qué consiste su ejercicio, son otras tantas de las preguntas concretas que la filosofía y teología del derecho y del Estado y, actualmente, el estudio empírico de las llamadas ciencias humanas, se plantean bajo distintas perspectivas doctrinales y con distinto grado de intensidad en sus análisis

1. Son dos los aspectos de la cuestión que han acaparado la mayor atención de la doctrina y la preocupación existencial de las personas: los ciudadanos en la comunidad política.

Como se legitima que unos hombres puedan ejercer, como superiores de los demás, la facultad de ordenar con normas vinculantes y coactivas sus conductas y comportamientos en la vida de relación social y, a veces, hasta en la privada, y con qué "poder" cuentan para hacerlo. Las respuestas teóricas han coincidido de uno u otro modo a lo largo de la historia en los siguientes principios ético-jurídicos: el pueblo, todos los que constituyen la comunidad política, son el sujeto titular primero del poder político. Para que determinadas personas puedan ejercer legítimamente esa autoridad y poder, han de contar con la elección y la autorización de todos los ciudadanos, elaborada y expresada libremente, según métodos de representación acordados y aprobados por ellos. El poder político, con el que actúa la autoridad en la comunidad políticamente organizada, se ejerce con la aplicación legal y administrativa de los recursos del derecho y se impone, si es preciso, por la fuerza física de la que posee el monopolio social y jurídico. ¿El pueblo, sujeto inmediato de la soberanía política es, además, la instancia incuestionablemente última que legitima al titular de la autoridad política en su origen y en el ejercicio del poder que le es propio? ¿No conoce, por tanto, el pueblo ni personas ni normas superiores a las que tenga que atenerse en la constitución, organización y funcionamiento del Estado y de los órganos del poder? La respuesta, ofrecida y exigida por la antropología cristiana, fue siempre inequívoca: el origen y el fundamento de la soberanía popular reside en Dios que ha creado al hombre como ser social y con una socialidad que postula la institución del principio de autoridad y de sus órganos de ejercicio. Se trata pues de una soberanía subordinada en su origen y puesta en práctica a la ley natural: a la ley fundada en la sabiduría y en la voluntad de Dios. Las respuestas de las antropologías laicistas radicales fueron y son también siempre las mismas: la soberanía del pueblo es ilimitada; más aún, es la única fuente de legitimación ética del derecho positivo y de su aplicación coactiva; e, incluso más, la instancia última que legitima toda y cualquier ética social.

2. Otra fue la posición teórica y práctica del laicismo moderado, especialmente activo después de la II Guerra Mundial. Su concepción del principio de soberanía comprendía su limitación jurídica y ética en virtud, primero, de la vigencia previa de los derechos humanos y, segundo, a causa, de las obligaciones y exigencias derivadas del derecho internacional. En la mente de todos los que habían vivido la experiencia de los Estados totalitarios -el comunista y el nacionalsocialista- y habían sufrido las ruinas físicas, morales y espirituales de la II Guerra Mundial, no cabía la menor duda sobre la necesidad histórica de superar el positivismo jurídico y el relativismo ético por la vía intelectual y espiritual de una teoría y praxis constitucional profundamente reformadora de la concepción del poder político. Urgía arbitrar medios pedagógicos, culturales y sociales para establecer el imperativo de su limitación ética como un principio prejurídico indiscutible. Aquí se encontraba el gran reto histórico para el futuro de la humanidad: el de conseguir fórmulas eficaces de limitación ética de ese "poder", que es el poder por excelencia, "el poder político", que se mostraba cada vez más fuerte e imponente. Sus recursos -los de la fuerza- crecían sin parar: las armas atómicas, el poder mediático y psicológico, los instrumentos de la experimentación química y biológica... Sonó pronto en Europa la voz de alarma ante esta gravísima cuestión de los límites éticos al ejercicio del "poder político". ¿No estaba en juego la paz del mundo?[4]. El problema sigue vivo; incluso, agravado por el éxito de lo que Benedicto XVI ha calificado de la dictadura del relativismo. También hoy es la gran cuestión de la actual coyuntura política mundial, de cuya buena o mala solución depende, en gran medida, el futuro de la solidaridad y de la paz en cada pueblo y entre todos los pueblos que configuran la familia humana.

3. ¿Tiene "el poder político" facultad de limitar, condicionar, restringir e, incluso, negar los derechos fundamentales de la persona humana -el derecho a la vida, a la libertad religiosa, de pensamiento, de conciencia, de expresión y de enseñanza- sin que se quiebre su legitimidad ética? ¿O puede disponer sin límite moral y jurídico alguno de las instituciones básicas del matrimonio y de la familia o de la libertad básica de asociación de los ciudadanos? La contestación, subyacente a muchas de las corrientes culturales que inspiran e influyen hoy la teoría y la praxis política, es militantemente afirmativa. La respuesta de los cristianos ha de ser, en contraste, la de presencia activa y positiva en la vida pública, dirigida a superar la estatalización creciente de toda la vida social y la muchas veces simultánea desprotección de derechos fundamentales de la persona, de las familias y de los grupos sociales. Hemos de colocar en el centro mismo de la experiencia cristiana de "lo político" la aspiración y el esfuerzo para que el orden jurídico-político se ponga al servicio de la persona humana y de su realización plena como su objetivo último, decisivo para la realización del bien común. El Estado no es dueño de la sociedad y, mucho menos, del hombre. La vocación del seglar cristiano tiene actualmente una importante y urgente tarea en el campo de la acción y de la vida política: abrirla a la ética del servicio, abrirla a la experiencias de gratuidad, de libertad solidaria y subsidiaria y, sobre todo, de comunión. No, no ha sido lo más acertado confiar en las posibilidades liberadoras de una teología politizada; pero sí ha sido un acierto providencial, y lo es hoy más que nunca, el haber sabido inspirar y transformar la acción política en un servicio motivado, impulsado y configurado por la caridad. Su efecto liberador será seguro y gozoso como una novedad solo explicable y experimentable espiritualmente por la novedad de la presencia y de la virtualidad del Reino de Cristo: "un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la paz".

NOTAS

[4] Cfr. Romano Guardini, Das Ende der Neuzeit. Die Macht, Mainz-Paderborn 1986, 97-99. Para Guardini "el poder se nos ha hecho problemático y no solamente en el sentido de una crítica cultural, como se había alzado cada vez con mayor fuerza frente al optimismo histórico dominante durante todo el siglo XIX y hasta su final, sino por principio: en la conciencia general entra cada vez más profundamente el sentimiento -la impresión- de que nuestra actitud en relación con el poder es falsa, incluso que nuestro creciente poder nos amenaza a nosotros mismos", pág. 98 (Traducción española del autor).

Zenit, 26-8-09